viernes, febrero 18, 2005

Historias de un carabinero

Mi abuelo era carabinero en la frontera de Orense con Portugal. No sé si habréis oído hablar de los carabineros, ya casi nadie recuerda ese nombre. Eran una rama de la guardia civil, que se encargaba de vigilar las fronteras e interceptar el contrabando.

Las historias de mi abuelo de aquella época son mis preferidas. Y no solo por la aventura, el peligro o la acción, sino también por su extravagancia. Los delincuentes a los que perseguían casi nunca eran verdaderos delincuentes. No traficaban con drogas o armas, sino con garbanzos, huevos y mostacilla. Y claro, el trabajo de los carabineros se reducía a hacer la vista gorda todo lo que podían, y a cumplir con el deber solamente cuando no tenían más remedio. Quizá mi abuelo haya adornado sus recuerdos con los años, porque en sus historias nunca hay odio ni rencor. Los bandidos y los policías eran amigos, y se comprendían mutuamente, como resignados jugadores de un pilla-pilla irremediable. Los carabineros siempre tenían una manta para echarle por los hombros al contrabandista, cuando lo veían temblar, de vuelta al cuartelillo, por los fríos caminos de la montaña. Y el contrabandista, al que perseguirían esa misma noche, les llevaba pan blanco por la mañana porque “pobrecillos, no les da el sueldo ni para eso”.

Pero también hay historias terribles, historias de auténticos malhechores. Las mejores son las del asesino de la frontera. ¿Tampoco habéis oído ese nombre? ¡Ah, claro que no, el tiempo es como una inmensa goma de borrar!… Éste individuo, portugués de nacimiento, se dedicaba a matar y robar en ambos países. Tras cada golpe, cruzaba la frontera para esconderse en el país vecino hasta que pasara la tormenta. Cuando mi abuelo llegó al pueblo al que le habían destinado –con sus 19 años, su fusil y su uniforme de botones dorados–, el asesino ya había comenzado sus andanzas. Se le conocía por haber matado a varios policías en la frontera, sin motivo alguno y por la espalda.

Una noche, mi abuelo y su compañero habían sido enviados a patrullar por el monte. Como casi siempre, buscaron un lugar en el que no hiciera demasiado frío y se dispusieron a pasar la noche lo mejor posible. Hicieron turnos: mientras uno dormía, el otro montaba guardia. A la mañana siguiente, entumecidos por el frío y la humedad, se acercaron a uno de los pueblos de su ruta.

–¿No lo habéis oído? –Les preguntó un vecino–. El asesino ha estado aquí. Vino esta noche al baile.

–¿Al baile? ¿Se presentó en el pueblo? –se sorprendió mi abuelo.

–¡Vaya que si se presentó! Bajó del monte, se paseó por mitad de la plaza y habló con todo el mundo. ¿Y sabéis qué iba diciendo? Pues que acababa de ver brillar los botones del uniforme de un carabinero, a la luz de la luna, y que le había perdonado la vida por no gastar una bala.

Mi abuelo miró a su compañero, que iba totalmente cubierto con un impermeable sin botones, y después miró su propia chaqueta, con los botones bien relucientes, como mandaba el reglamento.

–¿Pero tú no viste nada? –exclamó–. ¡A esa hora te tocaba a ti la guardia! Nosotros estábamos quietos y él andando, ¿cómo pudo vernos sin que tú le vieras?

–Algo sentí, algo sentí –contestó el compañero.

Quién le iba a decir entonces a mi abuelo que, algún día, llevaría en su propio bolsillo la carta con el último deseo del asesino, escrito de su puño y letra… Pero, ¡en fin! Esa ya es otra historia.

(Porcentaje de realidad: 98%)