Rico, rico
Ejem, no es que quiera dármelas, pero a partir de ahora preferiría que me llamarais "el chef". En efecto, acabo de descubrir mi faceta culinaria, y he quedado muy sorprendido de mi destreza. He creado dos exquisiteces, tan deliciosas como sofisticadas. También he de reconocer que la metodología no fue la más ortodoxa, aunque los resultados acabaran siendo los más satisfactorios posibles.
Había empezado bien, pelando los pimientos y calentando el agua para la gelatina. Me había puesto un delantal muy mono (lo cual se está convirtiendo en una comprometedora costumbre) y había distribuído todos los chismes por el mesado. Por un instante me sentía grande, importante, como si fuera a preparar la fórmula de la vida eterna, y no una miserable ensalada de pimientos, o esa receta de flan de queso y gelatina, descubierta en tiempos remotos en una tarrina del San Millán. ¡Ay, que gran momento! Que sensación de poder y control ofrecen los ingredientes bien organizados sobre una mesa...
Os aseguro que habría podido llegar hasta el final por mi cuenta, si las cosas no se hubieran torcido de la manera en que lo hicieron. ¡Ay, cruel capricho del destino! Lo peor es reconocer que mi abuela tenía razón. Mira que me había dicho que, si no sé preparar una cosa, no debo preparar tres a la vez. Pero no, no fue culpa mía. Aún no alcanzo a comprender como tantos procesos independientes pudieron concurrir de una forma tan precisa. En efecto, exactamente en el mismo instante, en la misma hora, el mismo minuto, el mismo segundo y la misma décima, ocurrió lo siguiente:
- Se quemaron los pimientos.
- Hirvió la gelatina y se salió del cazo.
- Se cayó el San Millán y se esparció por el suelo.
- La batidora se atascó en la nata montada y explotó, soltando una nube de humo y chispas que convirtieron la cocina en el corazón de una tormenta eléctrica.
- Pusieron "obsesión" en la radio.
- Me dio la risa.
- Mi madre entró y lo vio todo.
Con la excusa de ir a buscar una batidora en funcionamiento, escapé habilmente a casa de mis abuelos. Entré en su piso con un alivio que no recordaba desde el día en que quitaron la bruja avería. Mi abuela me puso cocacola fresquita y me dio sabios consejos de cocina. Mientras tanto, mi abuelo, tras explicarme las distintas categorías de los dátiles (¿sabías que hay 14?), me ofreció algunos ejemplares de la mayor calidad, que acabamos disfrutando sentados en los butacones del salón. Después, revisamos algunos mapas y diarios, que mi abuelo guarda desde sus viajes por el caribe y la selva amazónica. Antes de marcharme, juramos, una vez más, que algún día regresaríamos a por los tesoros abandonados.
Cuando volví a casa, los pimientos estaban asados, los chismes limpios y el postre en su molde. Y es que, para un cocinero de mi nivel, solo hay una regla de oro:
"Mamá lo hace mejor".
(Porcentaje de realidad: 65%)
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