miércoles, noviembre 03, 2004

El estudiante que surgió del frío

Ayer prometía ser un día gris, ya sabes, uno de esos martes de noviembre, con todo su frío, su tristeza y su aburrimiento. La clase de día que uno teme encontrar cuando pretende escribir un diario interesante. Mi maravilloso plan de pasar toda la tarde en la biblioteca no parecía que fuera a mejorar las cosas. Incluso me había colocado ya la cara de tipo serio / duro / bobo, esa que se me pone cuando estoy rodeado de desconocidos y no pretendo volver a reirme en unas cuantas horas. Por suerte, me llevé una sorpresa.

Entré en la biblioteca sobre las cinco y media y me encontré un extraño espectáculo. En el hall, trabajaban varios individuos, vestidos con trajes herméticos y máscaras, como los científicos de E. T. Habían desplegado un sin fin de artilugios, todos de color blanco, con misteriosas marcas de peligro en amarillo y negro. Por un momento pensé que se trataba de artificieros, o peor aún, desratizadores. Pero luego me di cuenta de la verdad:

Había al menos cincuenta ejemplares de estudiante en el hall, todos ellos utilizando ese artilugio propio de su especie: el móvil. Los científicos eran rusos, provenientes de la hermosa región de Chernobil, y habían venido porque en su tierra no encontraban niveles de radiación tan altos como los nuestros, y querían experimentar. Al parecer, alguien les había dado el chivatazo de que, en una remota región del sur de Europa, los estudiantes se dedicaban a radiar como posesos. Tuve que atravesar el invierno nuclear sin protección. Temo haber quedado estéril en la hazaña, aunque solo temporalmente. Los varones tenemos esa suerte.

Mi aventura con los móviles aún no había terminado. Cuando ya estaba sentado dentro, bien acomodado en la silla, con los libros sobre la mesa y dispuesto a pasar la tarde mirando a la gente de alrededor, volvió a ocurrir algo inesperado. Una chica, que estaba sentada en una mesa cercana, se levantó y se fue corriendo al servicio. La pobre (que no debía de estar estudiando precisamente una carrera relacionada con la acústica), pensaba que la puerta abierta del baño representaba una barrera infranqueable para el sonido. Nada más entrar, todos los que estábamos en la biblioteca pudimos oirla marcar un número de teléfono y decir a grito pelado:

- Joeee, tía, que fuerte, te lo juroooo.

El despotorre fue generalizado. Se ve que nadie estaba demasiado concentrado en sus estudios, porque nos echamos todos a reir al mismo tiempo. De momento, solo fueron un par de carcajadas secas, pero la cosa aún no había terminado. La del baño añadió:

- Jo tía, date prisa, tienes que traerme algo para depilarme. Hay un tío monísimo delante mío y no hace más que mirarme los pelos de los sobacos.

Y ahí sí que se montó ya. La carcajada empezó por una esquina de la biblioteca, avanzando rápidamente, como un enjambre de abejas. Primero solo por nuestar sala; después, a medida que unos se lo iban contando a otros, por todas las habitaciones y todas las plantas. Las risotadas eran tan fuertes y tan abundantes que el edificio entró en resonancia y tembló, aunque casi nadie se dio cuenta porque estabamos todos muy concentrados en no mearnos encima. En realidad, el único que no se reía era el tipo que había estado sentado delante de la chica del servicio, y cuyo rostro radiaba un color rojo intenso (un rojo que yo solo había visto antes en cierta jugadora de voley-playa que conozco).

Lógicamente, estudiar era ya imposible. Todos los estudiantes nos juntamos y nos fuimos por ahí a tomar algo. Por desgracia, el grupo era demasiado numeroso y -como nadie conocía a nadie- no fuimos capaces de mantenerlo unido. Cuando me quise dar cuenta, me había quedado solo, en mitad del anchísimo bulevar que atraviesa la Universidad.

Hacía frío, el clásico frío de un martes de Noviembre. Me metí las manos en los bolsillos, comencé a silbar "What a wonderfull world" y emprendí el camino de vuelta hacia mi casa.

(Porcentaje de realidad: 40%)