jueves, enero 06, 2005

Los bomberos

El otro día estábamos tomando algo en la tetería de mi pueblo, cuando se me ocurrió decir que los bomberos no deberían acudir a salvar a los gatos que se suben en los árboles. No, no te extrañes: uno del grupo es bombero, otro intenta serlo y otra es voluntaria en protección civil, así que el tema "bomberos" se ha convertido en uno de los más traídos y llevados.

El caso es que a mí se me ocurrió decir aquello, que los bomberos son para las personas y no para los gatos, completamente convencido de que todo el mundo compartiría mi opinión. Al principio soltaron una carcajada, que no comprendí. G vio que me había quedado serio y, frunciendo el ceño, me preguntó:

-Es broma, ¿no? Lo dices por discutir…

-No, lo digo de verdad, es lo que pienso –contesté yo.

¡En mala hora se me ocurrió abrir la boca! El buen rollo se interrumpió de repente. Todos se callaron y me miraron con ojos asesinos (“Ojos de gato” pensé).

-¡¿Serías capaz de abandonar allí al pobre gatito, maldito monstruo?! –gritó alguien.

-Yo, yo… -balbuceé.

Ya era demasiado tarde para solucionarlo. Por suerte, me había sentado cerca de la puerta. Tenía la espalda helada pero, al menos, la huída del local resultaría sencilla. De un salto bajé del taburete (¿Por qué tienen que hacerlos tan altos?) y, de otro, escapé a la calle. Escuché como se volcaban las sillas de mis amigos al lanzarse en mi persecución. No miré atrás. Eché a correr como un loco, consciente de que mi vida corría serio peligro si caía en sus manos. Detrás de mí, sus voces amenazantes y sus pasos acelerados ganaban terreno. Eran las dos de la madrugada y las calles estaban vacías. “Alguien se despertará con todo este jaleo y llamará a la policía” pensé esperanzado.

Atravesamos a la carrera la calle de los antiguos cines de verano, donde en tiempos remotos proyectaban Flash Gordon a la luz de la luna.

-¿Quieres subir? -se ofreció un cochecito mecánico a nuestro paso.

Cruzamos por delante de la perfumería de mi madre, y una bella modelo de cosméticos me animó con su sonrisa recién pintada desde un cartel del escaparate.

Por fin, llegué al parquecito del centro. Años atrás, mi primo me había contado que, cierto día, cuando salía de trabajar, había visto a dos niñas balanceándose en los columpios de aquel parque, solas a las cuatro de la madrugada, y vestidas con impecables trajes blancos de comunión. La visión se apoderó de mí. Busqué los columpios con la mirada y, aunque los encontré vacíos, me pareció que se movían. Me acobardé y decidí que no iba a entrar en el parque. A lo lejos, los gritos de mis perseguidores se hacían más intensos, a medida que recuperaban los escasos metros que había conseguido robarles. Acorralado, no vi otra solución que subirme al primer árbol que encontré (un enorme caucho, más viejo que el propio pueblo, que cobija a los abuelos a la entrada del parquecillo en los calurosos días de agosto). La adrenalina me empujó hasta lo más alto del árbol. Solo me detuve cuando mi cabeza asomó por encima del follaje y pude ver, a mis pies, el pueblo entero, vacío, fantasmal, iluminado únicamente por el tenue resplandor de la decoración navideña.

Esperé allí sentado durante un largo minuto, atenazado por el miedo y el frío. De pronto aparecieron mis perseguidores. No me vieron y tuvieron que detener su carrera. Llevaban antorchas y orquillas, y las zarandearon en el aire al comprender que me habían perdido.

-Ya aparecerá –sentenció G, y el grupo se disolvió.

Seguí acurrucado durante casi una hora, consciente de que aún podían estar acechando en alguna parte. Por fin decidí moverme. La humedad helada había bloqueado mis articulaciones. Miré hacia abajo y sentí un vértigo atroz. ¿Cómo podía haber llegado hasta tan arriba? Intenté dar un pasito, pero me patiné y me golpeé en la cara. Aterrorizado, me abracé a la primera rama que encontré. Estaba atrapado.

Cogí el teléfono móvil, marqué el número de los bomberos y dije:

-Miau.

(Porcentaje de realidad: 40%)