Dios, la probabilidad y los productos de mi tierra.
Había un señor muy sensato que sabía que, en este mundo, todo es cuestión de probabilidad. Estaba convencido de que no existía el destino, ni manos divinas que orientaran las circunstancias en una dirección deliberada.
Sin embargo ocurrió que, durante dos semanas cruciales en las que un difícil problema lo traía por la calle de la amargura, el mundo entero conspiró hacia un mismo punto. Iba en el tren y leía, rayado en una ventana, el nombre que él tenía en la cabeza; veía una película y escuchaba la frase que llevaba días obsesionándole; hablaba con sus amigos y captaba, en sus palabras, dobles sentidos accidentales que coincidían siempre con aquello que le preocupaba. ¿Qué probabilidad había de que se dieran todas aquellas coincidencias? ¿¡Una entre mil!? A partir de entonces, aquel señor creyó en un Dios todopoderoso.
Esa es la razón de que una de cada mil personas crea realmente, y a pies juntillas, en un Dios todopoderoso.
Claro que, como cada uno elige un Dios distinto, necesariamente están casi todos equivocados. Este señor fue lo suficiente sensato como para no ponerle cara a Dios. Se lo imaginó siempre como una masa informe, de color indefinido, algo así como una morcilla de Burgos.
(Porcentaje de realidad: ¿?)
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