Odio al pino de Navidad por no ser lo que era
Cuando era pequeño, me encantaban las Navidades. Las prefería al verano, sin duda, aunque fuesen tan breves y tan frías. ¿Y sabéis por qué? Era por ese viejo de mentira, Santa Claus. Mi madre se trajo las tradiciones de América, así que los Reyes solo pasaban por mi casa de rebote. Ni siquiera les escribíamos y nunca traían regalos. Nos dejaban unos dinerillos, eso sí, y una nota larguísima, escrita con una caligrafía barroca y preciosa… La caligrafía de mi abuelo, que yo reconocía al primer vistazo (por mucho que mis padres intentaran convencerme de que todos los viejos escriben igual).
Pero en Santa Claus sí creía. Creía a pies juntillas, más que en el niño Jesús. El día que supe la verdad todo se volvió “lógico”. Es triste dejar de creer en Santa Claus… Pero lo realmente triste es dejar de creer en el mundo en el que podría existir un Santa Claus.
Ya no me gusta la Navidad, no por lo que es, sino por lo que no es.
(Porcentaje de realidad: 80%)
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