miércoles, octubre 19, 2005

El nocturno

Anoche, trepé por la ventana de la buhardilla y salí al tejado. Hacía un frío seco que acercaba los sonidos más remotos sin apagarlos, ásperos como recién hechos. Las tejas de mi casa son viejas y rugosas, y pude sentarme sin miedo a deslizarme. El viento soplaba oblicuo pero, refugiado detrás de la gruesa chimenea, ni siquiera lo sentí; solo podía oír las rachas sedantes de su murmullo, envolviéndome, recorriendo las calles solitarias a mis pies. Los adoquines pulidos, en el callejón de abajo, reflejaban la luz anaranjada de los faroles. En las ventanas próximas, oscilaban las luces y se intuían las sombras. Las paredes sucias, amarillas de luz eléctrica, se ocultaban y dispersaban a medida que ascendía mi mirada, hasta convertirse en un mar de tejados azules y plateados en la distancia.

Escuché voces en la calle, y erguí el cuello para buscar su origen, pero solo encontré dos sombras, combinadas en una sola por la proximidad, que se proyectaban sobre la fachada mal encalada de un edificio cercano. Un hombre y una mujer hablaban en voz muy baja. El eco atrapaba sus palabras y el viento las traía hasta mis oídos, perfumadas en las flores nocturnas de los balcones. Me parecieron tristes; me parecieron desesperadas. Miré hacia la Luna decreciente: una nube clara y afilada la cortaba de lado a lado.

–¡Adiós para siempre! –susurró de pronto una voz. ¿Lo dijo él? ¿Lo dijo ella? La aspereza del susurro sordo borró cualquier rasgo de género. Después, la noche se inundó con el eco de pasos apresurados sobre los adoquines, reverberando por los callejones solitarios. La sombra perdió una mitad y se quedó en un cuarto. La observé, inmóviles ella y yo. No escuché sollozos, ni aprecié gesto ni movimiento alguno. Pasó una hora. No quedaban luces en las ventanas. Un perro ladró a lo lejos, y otro le contestó desde algún lugar en la ciudad. Seguí esperando.

Al amanecer, las farolas se apagaron, pero la sombra siguió en su lugar. El sol apareció entre los contornos cuadriculados del horizonte de ciudad pero la sombra no se movió.

Noté frío por primera vez y volví a entrar en mi buhardilla. Me acosté al alba, como hacen los poetas, pensando en aquella sombra: ¿quién la mantenía viva? ¿Puede la palabra “Adiós” quemar una silueta sobre un muro? Acaso las palabras intensas alumbren como un farol que no se apaga…

−¡Estúpido romántico aficionado! ¡Triste Bécquer de imitación! −contestó el sabio que vive debajo de mi cama−. No era la sombra de nadie, sino una mancha de humedad.