lunes, mayo 09, 2005

Cuento infantil

El otro día, jugando al voley en la playa con tres de mis amigos, me surgió una duda terrible, que me ha obligado a plantearme el futuro del ser humano como especie.

Llevábamos apenas unos minutos jugando cuando se acercaron dos críos de diez u once años. Nos preguntaron si podían jugar y, como a P se le pusieron ojillos de madraza, no hubo más remedio que dejarles. Uno de ellos era flaco, enjuto, ceñudo como Popeye. Llevaba unos calcetines azules, sin zapatos, y los arrastraba por la arena encantado. Sufría tal hiperactividad que llegaba a confundirse con un parkinson galopante y sus frases, cortas y bruscas, sonaban malintencionadas dijera lo que dijese. El otro −su esbirro− era gordito, risueño, de un gamberrismo formal, obediente a las órdenes de su amigo.

Les habíamos prometido dos partidos y, después del tercero, decidimos echarlos. De pronto nos habían entrado ganas de pasar un rato sin que uno de los jugadores se revolcara por el suelo, escupiera, lanzase arena a los ojos, diera patadas, ser restregara el balón por sus partes e insultara a diestro y siniestro.

Aquí es donde surgió la bestia. ¿Cómo puede alguien de diez años conocer con tanto detalle las sofisticadas técnicas de la mafia o la camorra? ¿Son ahora el chantaje y la extorsión asignaturas obligatorias en tercero de primaria?

−¿Por qué no puedo jugar?
−Porque vamos a entrenar un rato nosotros solos.
−¿Los palos son tuyos?
−No, pero la red sí.
−¿La playa es tuya?
−Llegamos nosotros primero.
−La playa es de todos, si quieres que te deje jugar tendrás que pagarme mi parte.
−Ya habéis jugado un rato, dejadnos tranquilos.
−¿Por qué no puedo jugar?
−Ya te lo hemos dicho, porque vamos a jugar nosotros.
−¿Los palos son tuyos?


Después de repetir el bucle cuatro o cinco veces decidimos ignorarlos, así que cambiaron la estrategia. Los niños malditos −que no es lo mismo que “los malditos niños”, igual que no sería lo mismo “Indiana Jones en el maldito templo”− se sentaron junto al campo, tranquilamente, y empezaron a repetir con voz sosegada:

−Yo sé donde vives. Ten cuidado porque sé donde vives. Y sé cual es tu coche. Te voy a quemar el coche, y te voy a quemar la red. Será mejor que no volváis por aquí, porque sé cual es vuestro coche, y os voy a prender fuego…

En fin, supongo que os hacéis una idea… Diez años… ¡La inocencia de los niños es tan conmovedora! ¿Qué hacer con ellos? ¿Estrangularlos? ¿Amordazarlos y tirarlos al mar? Al final, desistimos de las soluciones más tentadoras y nos conformamos con no hacerles caso, hasta que decidieron marcharse vencidos por la única autoridad a la que aún están sometidos: el aburrimiento.

Media hora después llegó una nueva pareja de críos, esta vez un niño y una niña, más o menos de la misma edad que los anteriores. Nos pidieron jugar y nosotros, que tenemos más mejillas para ofrecer que ganas de escarmentar, les dijimos que sí.

¿De dónde habrían salido estos niños? El chaval, que se lanzaba a por los balones como si le fuera la vida en cada punto, pedía perdón cada vez que fallaba y no decía ningún taco más fuerte que “jolines”. Llevaba cinco años estudiando violín y nos pedía consejo siempre que le tocaba sacar.

Cuando salvó uno de los puntos más difíciles, mi amigo D le felicitó diciendo:

−Si no fuera por vosotros…

−Si no fuera por nosotros no tendríais que estar jugando con niños −contestó el chaval, y a mi me entraron ganas de empezar a tratarle de usted.

En cuanto a la niña, una especie de Marisol con rizos que te cogía la mano en cuanto te descuidabas, estudiaba danza desde hacía ocho años (más o menos desde la edad a la que yo empecé a caminar). Cada cuarto de hora, iba a echar un vistazo a sus padres, “por si estaban preocupados” y, cuando se marcharon, se despidió diciendo: “Ha sido un placer jugar con vosotros, muchas gracias por todo”.

Bien, amigos míos, estos fueron los hechos. Y la pregunta existencial que me llevo haciendo desde entonces es:

¿Qué fue de los niños normales?

(Porcentaje de realidad: 95%)