miércoles, marzo 30, 2005

Esposa de repetición

Mi primo Zacarías era un tipo tranquilo y de conversación agradable, que tuvo la mala suerte de casarse con una mujer-radio. Ella se llama Inés. Aún nos cuesta entender como el pobre pudo acabar al lado de semejante loro, con lo sensato e inteligente que parecía. Resulta que el amor no es solo ciego, sino también sordo.

La mujer de mi primo Zacarías debe de tener el record mundial de sílabas por minuto. A poco que ocupen las palabras en la cabeza, Inés puede hacértela rebosar en cuestión de segundos. Hablar con ella (escucharla a ella, mejor dicho) se parece a esa tortura china en la que una gota de agua cae sobre la frente del reo durante días. Solo que, en este caso, la tortura está concentrada: El primer minuto, la escuchas convencido de que podrás soportarlo, ¡al fin y al cabo son solo palabras! Pero al cabo de media hora ya no oyes palabras, sino obuses que impactan contra tu cerebro sin ninguna precisión, aquí y allá, como una lluvia de yunques. El movimiento de sus labios se convierte en el vaivén de una ametralladora descontrolada, como si alguien hubiera colocado un palito presionando el gatillo y se hubiera marchado a tomar un café.

Mi primo Zacarías, como ser humano que es, se adaptó a la nueva situación. Como casi nunca le dejaban hablar, tuvo que perfeccionar su lenguaje para expresar todo lo necesario en los breves instantes de silencio que le concedían. Poco a poco su técnica fue mejorando. Podía concentrar todos sus pensamientos y sensaciones en frases de apenas cuatro palabras. Sustituyó la cantidad por la calidad, hasta que la precisión de su lenguaje se hizo casi insoportable. Podía alegrarte o deprimirte con un solo sustantivo, hacer callar a sus enemigos con un solo adjetivo o seducir a las mujeres con un solo verbo.

Un día, Inés abandonó a mi primo Zacarías. Decía que no la escuchaba. Zacarías se vino abajo y se aisló del mundo. Pasaba la mayor parte del tiempo en casa, o bebiendo en silencio en la zona más ruidosa del bar de su calle. Todos en la familia le teníamos algo de lástima, y comenzamos a visitarle a menudo. Solíamos encontrarle acurrucado en un sofá, con la televisión y cuatro aparatos de radio encendidos al mismo tiempo.

Lo peor de todo es que, desde entonces, no volvió a hablar. Se quedó mudo como una jirafa y, aunque nos tenía a todos muy preocupados, ninguno nos atrevimos a presionarle para que saliera de su mutismo. “¡Ya hablará!” decían, pero pasaban los meses y mi primo no pronunciaba palabra. “Zacarías Keaton”, empezaron a llamarle en el barrio.

–¿Por qué no quieres hablar? –le pregunté por fin una tarde, durante una de mis visitas–. Lo hacías de maravilla.

Inesperadamente, mi primo contestó:

–Porque ya no es un desafío.

(Porcentaje de realidad: 40%)