viernes, marzo 11, 2005

11 céntimos por palabra (2ª parte)

Este es el cuento del concurso. No seáis muy duros.

LA SEÑORA EDDA

Vivo en un piso pequeño de la capital, en una calle secundaria de un barrio secundario. Me llamo Irene Díaz, y me mudé aquí para poder estudiar arquitectura en la universidad. Prefería vivir en mi pueblo, aquí no conozco a nadie. Nunca he sido una chica muy social pero, desde que me trasladé, estoy prácticamente sola. No he conseguido hacer amigos en la escuela, aunque tampoco lo he intentado. La verdad es que la única persona con la que hablo aquí es con mi vecina, la señora Edda.
La señora Edda es una anciana, tiene casi noventa años (los cumple en junio). Vive al otro lado del rellano. La conocí el día que llegué. Recuerdo que subí con las maletas y me encantó su puerta. Aquí todo está viejo, y medio abandonado, pero su puerta es nueva, esmaltada en blanco, y tiene líneas doradas incrustadas. El pomo es de cristal tallado. Me quedé embobada con el llamador, que tiene forma de angelote, y me puse a juguetear con él. De tanto darle vueltas, se me escurrió y golpeó la puerta. La señora Edda abrió en seguida, sorprendiéndome en mitad del pasillo con todos mis bártulos. Estaba sentada en su silla de ruedas y, como no me lo esperaba, me sobresalté al encontrar su cara tan abajo. Por encima de su figurita frágil el apartamento se veía oscuro. La intensidad de la luz vibraba en el interior, al ritmo irregular de un televisor.
-Hola –le dije-, soy Irene Díaz, su nueva vecina.
Ella me miró de arriba abajo, por encima de sus gafas de pasta, y creo que le parecí bien.
-Pasa querida –dijo-. No vas a quedarte en el pasillo todo el día, ¿verdad? Tomaremos una copa.
-Lo siento, tengo que guardar mis cosas. Es que acabo de llegar, ni siquiera he abierto la puerta de mi apartamento…
La señora Edda guiñó los ojos y me interrumpió, levantando un nudoso dedo índice.
-¡Haremos como si aún estuvieras de viaje! Considera esto una parada en el camino, como un motel de carretera. Así parecerá que el viaje ha sido mucho más largo. ¡Los viajes de ahora son tan breves! Adoraba los que duraban días, cuando había que trasnochar en un vagón perdido en mitad de ningún sitio. Ven, pasa, empuja tus maletas. ¿Has visto “El expreso de occidente”? Es una película de Geena Hayworth. Aquello si eran viajes... Venga, entra, la veremos juntas, te gustará.
El piso de la señora Edda es genial. Es enorme, creo que en realidad son dos apartamentos unidos. Hay libros por todas partes, y rollos de película formando pilas en cada esquina. En el centro de la sala de estar hay un proyector de cine auténtico. En lugar de un televisor normal, tiene una gran pantalla de tela blanca, que cubre toda una pared.
La señora Edda rebobinó la película que había en el proyector y la cambió por una nueva, que había sacado de una vieja lata de metal. La habilidad con la que sus dedos huesudos manipulaban la máquina me dejó boquiabierta.
Creo que aquella fue la primera vez que vi una película entera en blanco y negro. Y tenía razón, sí que me gustó. Me gustó la forma de caminar desgarbada de Geena Hayworth por los salones del expreso, inconcebiblemente grandes, sin temblores ni baches, como tendrían que ser de verdad los viajes en tren. Me gustaron las miradas brillantes por el humo de los cigarrillos, las lámparas de araña, los sombreros de copa y los guantes por encima del codo. Y me gustaron las frases, de apenas ocho palabras, que lo decían todo justo antes de los besos.
Cuando se terminó, la señora Edda me dio a elegir entre otras dos películas: “África” y “El Color de la Sangre”.
-“África” es una historia de amor sin límites en una tierra virgen y salvaje, y Geena sale fabulosa -me explicó-. Y “El Color de la Sangre” es una bellísima tragedia en la Roma de Nerón. Es maravilloso como muere Geena al final, atravesada por una lanza. ¡Lo hace con tanta delicadeza, sin una gota de sangre!… Ojalá el día que yo me muera lo haga con esa elegancia.
-¿Siempre ve películas de Geena Hayworth? –pregunté.
-¿Por qué iba a ver otra cosa? –Contestó la señora Edda, realmente sorprendida-. Si quieres aprender a ser una mujer, obsérvala a ella. No hay ninguna que le llegue a la suela del zapato.
-“El color de la sangre” entonces –dije yo-. Hoy aprenderemos a morirnos con elegancia.

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Se acerca ya el examen de estructuras. Le tengo pánico a ese examen, ya lo he suspendido dos veces. Si lo apruebo, le pondré una vela a algún santo, aunque no estoy segura de a cuál, porque no sé para qué sirve cada uno. Tengo la cabeza embotada de hacer problemas y creo que estoy perdiendo el contacto con la realidad. Ayer no pude aguantarlo más y me tomé un descanso para ir a casa de la señora Edda. Lo hago a menudo, nos vemos tres o cuatro películas a la semana. Hace tiempo que se nos acabaron las de Geena Hayworth, pero no importa, las vemos otra vez.
-¿Un terrón de azúcar o dos? –me preguntó la señora Edda desde la cocina. Sabe perfectamente que no tomo azúcar, pero le encanta hacer esa pregunta.
-No, gracias, hoy lo tomaré sin nada –le contesté.
Mientras tomábamos café y pastas vi en el periódico el anuncio de un ciclo de cine clásico, que daban en la universidad.
-Echan “África” esta noche en la facultad de Económicas –dije-. Y es gratis.
-No hables con la boca llena, querida –me regañó la señora Edda. Cogió su taza de café con dos deditos, tomó un sorbo y añadió:
-Pero esa es una idea maravillosa. Además, tengo ganas de estrenar mi sombrero nuevo. ¡Oh, vaya, pero si estoy hecha un desastre! Tengo que vestirme y maquillarme. Llevaré ese delicioso vestido negro… ¿Podrías pasarte dentro de una hora?
Fui a casa, repasé un rato los apuntes y miré en Internet, cuatro veces, la hora del examen. En efecto, seguía siendo a las ocho y media. Luego me puse los carísimos vaqueros que me compré la semana pasada (los culpables de que esta semana solo pueda ir a cines gratis) y una camiseta blanca que, por qué no decirlo, me queda estupendamente.
Cuando volví a casa de la señora Edda se me abrieron los ojos como platos. En primer lugar porque estaba de pie. Y, en segundo lugar, por las pintas que llevaba: se había puesto un traje negro viejísimo, que le estaba enorme, aunque seguramente le había quedado genial cuando era joven (y cuando uno podía llevar esos vestidos sin que parecieran un disfraz). Se había pintado la cara como una puerta y llevaba una pamela de terciopelo, inclinada sobre el ojo izquierdo. Creo que se dio cuenta de lo que yo estaba pensando, porque levantó la barbilla y me dijo:
-Quizá vaya algo recargada, pero tampoco es que tú seas la reina de la elegancia, querida.
-No sabía que pudiera usted caminar -observé.
-Y no puedo –dijo ella-, así que será mejor que me acerques esa silla.
Me pareció que se tambaleaba un poco y corrí a ayudarla. Cuando por fin se sentó, daba la impresión de estar agotada. La reprendí con la mirada y se encogió de hombros.
-Quería verme en el espejo –declaró-. Alguien tenía que admirar este vestido, antes de que volviera a guardarlo, o el pobre se moriría de pena.
Aún faltaban algunas horas para la película, así que nos fuimos a dar una vuelta por ahí. Empujar una silla de ruedas es mucho más cansado de lo que parece, pero la conversación de la señora Edda te hace olvidar hasta el dolor de pies. Nos pasamos un buen rato caminando por la calle principal, burlándonos entre nosotras de la gente con la que nos cruzábamos. Después la llevé al “Montmartre”, una zona de tiendas pseudo-bohemias que descubrí hace tiempo. En realidad, casi todo lo que venden allí es ropa para pijos que quieren parecer menos pijos, pero al menos tienen los escaparates llenos de chismes de colores, y eso siempre me ha gustado. La señora Edda compró una estola blanca espantosa, que aún conservaba la cabeza de algún bicho, y una postal preciosa de James Dean. También compró un sombrero para mí, porque decía que una dama sin sombrero no es una dama. Elegí uno de color rojo chillón, con letras tipo graffiti. Creo que no le gustó nada, pero dijo que era “encantador”.
Luego, la señora Edda decidió que era su turno para elegir destino. Me llevó a una cafetería fantástica en el centro, con adornos de madera y bollos en el escaparate, de esos que hipnotizan a los niños mofletudos en los anuncios de Navidad. Pedimos un te americano, con una pizca de ginebra (la señora Edda dice que es mano de santo para la anemia). Nos la sirvió un tipo muy viejo, arrugadito como una pasa, con el bigote rizado hacia arriba igual que el de Dalí. Saludó a la señora Edda diciéndole “¡Tú por aquí, nena!” y ella le guiñó un ojo. Estuvieron un rato charlando en voz baja. Aunque no entendí lo que decían, noté que los dos tenían los ojos brillantes y la mirada perdida, quizá puesta en otro tiempo. No sé si fue el aire frío de la calle, el olor a madera vieja del local, o el sonido atronador de la cafetera exprés, pero el té me supo como nunca.
-Tienes una cara muy bonita –me dijo la señora Edda, cuando el señor del bigote se marchó-. Tú podrías haber llegado a ser Geena Hayworth.
-No, señora Edda –contesté-. Yo quiero ser arquitecto.
Por fin dio la hora y nos acercamos hasta la sala de cine. Estaba llena de gente. Todos eran chavales jóvenes, seguramente universitarios. Reconocí a algunos de mi escuela, pero no saludé a nadie.
-¡Vaya! –Exclamé-, está a tope, qué cosa tan rara.
-¿Qué tiene de raro? –preguntó la señora Edda.
-Bueno –repuse-, es una película muy vieja, y en blanco y negro… Y todos estos parecen tan críos… Para mí que solo han venido porque es gratis
La señora Edda levantó sus delgadas cejas
-Tú también pareces una cría –repuso un poco malhumorada-. Además, es una buena película.
-Usted si que es una cría, señora Edda –añadí yo. Me sonrió y se apagaron las luces.
Yo ya había visto la película tres o cuatro veces, pero en esta ocasión me pareció diferente. Me emocioné más que nunca. Me la creí. Entré con todos mis sentidos en aquella selva gris, fabricada en Hollywood; pisé con mis propios pies la tierra virgen de cartón piedra; me enamoré del protagonista y temblé cuando el león rugió a lo lejos. A mi alrededor, el público parecía hechizado. Un cocodrilo hundió al porteador bajo el agua del río y el cine entero gritó horrorizado. El chico salvó a Geena y todas las parejas se dieron la mano. Había algo en el ambiente, una especie de vínculo entre los espectadores, como si todos nos hubiéramos convertido en fervientes discípulos de una poderosa religión. Cuando, finalmente, el “The End” se iluminó en la pantalla, la sala entera se puso en pie y rompió a aplaudir.
-¡Es increíble, señora Edda! –exclamé-. ¡A la gente le encanta! ¡Todavía les gusta!
Miré a la señora Edda. Estaba acurrucada en su butaca, con las manos juntas en el regazo. Su vestido de medio siglo, la expresión soñadora de sus ojos, su sonrisilla nostálgica... Por un momento, me pareció una superviviente, la última de una especie. Como un testigo de un tiempo que se acaba, asomándose, a través de un agujerito, al mundo que lo reemplazó. Dos gruesas lágrimas caían por sus mejillas arrugadas.

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El lunes, al regresar del examen, me encontré a la señora Edda en la cama. Mientras me explicaba que no se había levantado en todo el día, se desmayó durante unos segundos. Llamé a un taxi y nos fuimos al hospital. Ella se dejó llevar sin ninguna queja, aunque me pidió que no me olvidara de su maquillaje. Hizo todo el trayecto con el dorso de la mano apoyado sobre la frente, suspirando. En el hospital, el médico le hizo un breve reconocimiento y después la ingresaron.
Me pasé la noche sentada en un banquito del pasillo. La señora Edda se había dormido. Supuse que le habían dado algo, porque es imposible que nadie se duerma con tanto chisme enchufado en el cuerpo. Sobre la una, vino un médico y me preguntó si la señora Edda era mi abuela. Le dije que no, que sólo era su vecina, y me pareció que se extrañaba mucho. Se marchó sin decirme lo que había venido a decir. No es buena señal que los médicos traigan noticias que solo pueden escuchar los familiares. Entré un rato en la habitación, pero me resultó imposible mirarla a ella. Lo único que podía ver eran los tubos, las sábanas blancas de hospital y la luz helada del fluorescente.
Me acurruqué en un sofá y traté de dormirme. Me puse a pensar en el examen, en que aquel sofá me estaba arrugando la ropa y en el latazo que es velar a los enfermos. Cuando me di cuenta, me avergoncé y decidí intentar pensar en la señora Edda, en su cara y en lo mucho que la iba a echar de menos. Pero no pude, ¡qué cosas! Me dormí dándole vueltas al problema tres.
Ya había amanecido cuando la señora Edda me llamó. Me acerqué a la cama, porque su voz sonaba muy bajita.
-¿Sabes una cosa, querida? –me dijo-. Después de tantos años deseando ser Geena Hayworth me he dado cuenta de algo.
-¿De qué, señora Edda?
-¿De qué va a ser, querida mía? De que es imposible. Geena no existe, sólo es una fantasía. Alguien se la inventó, la fabricó, como si fuera una pieza de coche, y luego nos la vendió al precio de una entrada de cine. Ninguna mujer será jamás cómo ella, porque ella no era una mujer, sino un sueño. Pero, ¿sabes una cosa?
Me encogí de hombros. Ella se apoyó sobre los codos, para erguir un poco la cabeza. Parpadeó despacio, giró la cara para mostrarme su perfil y dijo:
-Ha sido muy divertido intentarlo.
Luego salí al pasillo, llamé a una enfermera y me quedé allí, preguntándome cuánto tiempo llevaría la señora Edda planeando el breve monólogo que acababa de recitarme. Quizá se le ocurrió mucho antes de conocerme. A lo mejor yo era el público que estaba esperando para sus últimas palabras.
Por el pasillo llegó un hombre, avanzando a pasos cortos y lentos, con un ramo de flores en la mano. Lo reconocí al instante, por su bigote curvado. Era el dueño de aquella cafetería del centro. Se sentó a mi lado y dijo:
-Se ha muerto, ¿no?
-Sí.
-Siempre dijo que moriría en una isla de los mares del Sur -murmuró.
Yo asentí, él asintió también y nos quedamos un rato mirando a la pared.
-¿Te dijo ella quién era? –preguntó por fin.
-No –contesté-, pero yo lo sabía.
El hombre me miró extrañado.
-Hace ya muchos años que empezó a preferir su verdadero nombre. ¿Cómo te enteraste?
-Tenía admiradores que aún le enviaban cartas de vez en cuando –repuse-. El cartero se las pasaba por debajo de la puerta, pero no era muy cuidadoso. A veces se quedaba medio sobre fuera, y la dirección con el nombre se podía leer desde el rellano.
Volvimos al silencio durante unos minutos. Luego él separó una flor del ramo, me la dio y se puso de pie.
-Creo que pasaré un rato a despedirme –declaró, y entró en la habitación.
Bajé las escaleras para irme a casa. En la puerta del hospital había unos cuantos periodistas, y una cámara de televisión.
-¿Es usted la chica que estaba con Geena Hayworth? –me preguntó uno de ellos.
-Sí, soy yo –respondí. Enseguida se me acercaron un montón de micrófonos de colores.
-¿Por qué cree usted que se escondía? –preguntó una voz.
-No se escondía –contesté yo-. Vivía al lado de mi casa.
Los periodistas empezaron a hacerme preguntas a toda velocidad, pisándose unos a otros:
-¿Estaba sola?
-¿Piensa cobrar usted su herencia?
-¿Es cierto que tenía problemas con la bebida?
Aparté los micrófonos sin contestar a nada y seguí bajando las escaleras. No me siguieron. Cuando bajaba el último peldaño, uno de ellos preguntó:
-¿Cómo fue su muerte?
Me detuve y volví la cabeza.
-Pues fue…
Durante un instante me quedé callada, sin saber que responder.
-Muy elegante -concluí.

(Porcentaje de realidad: 100%)