lunes, noviembre 08, 2004

44 cocacolas

Tengo una debilidad, una adicción. Creo que es muy común, pero no he oído a nadie reconocerlo todavía. Soy un adicto al alivio.

No, no es una nueva droga sintética. Me refiero al alivio común, al que siente la gente cuando se quita los zapatos, o al salir de misa. Me di cuenta el otro día, cuando le contaba a Claudia mi afición a poner el despertador una hora antes de lo necesario. Me explico: Si tengo que levantarme a las nueve, lo pongo a las ocho. Cuando me despierto a las ocho, lo pongo a las ocho y media, y luego, al volver a despertarme, vuelvo a retrasarlo. Es decir, la última hora la duermo racheada.

Resultó que ella hacía lo mismo, no soy tan raro como creía. Estuvimos pensando cuales podrían ser nuestros motivos para hacer semejante cosa, y ella sugirió que la culpa era de los buenos propósitos del día anterior. Al acostarnos decimos: "Mañana voy a cambiar mi vida. Me despertaré una hora antes y haré todo aquello que siempre quise hacer". Por la mañana, mientras retrasamos la alarma media vuelta, nos reímos del pobre iluso que éramos apenas unas horas antes.

Yo creo que tiene razón, esa es la causa, al menos en principio. Pero no me quedé del todo satisfecho. En mi caso, hay algo visceral, más allá de esa sensata verdad. Tenía que haber alguna necesidad biológica de por medio.

Estuve dándole vueltas y llegué a la conclusión de que me gustaba mucho dormirme, pero no tanto estar dormido. Quizá por eso ponía el despertador antes. Así podía dormirme muchas veces en un solo día. Casi me convenzo, pero no... Había algo más.

Esta mañana, como siempre, me desperté una hora antes de lo necesario, al primer timbrazo del despertador. Por suerte, recordé al instante la misión que me había encomendado al acostarme: Autoanalizarme en el momento preciso, y así averiguar por qué hacía lo que hacía. Y lo averigüé.

Lo que sentí al despertarme fue rabia. Muchísima rabia. Y tristeza, y desesperación, y desamparo... No hace falta que nos rechace nuestra amada, ni perder la fe en nuestro Dios, para sentir todo eso. Algo mucho más mundano puede conseguirlo: Basta con que nos despierten.

Entonces -estarás pensando-, ¿eres un adicto a la rabia, a la tristeza y a la desesperación? Puede, pero no tiene nada que ver con lo de esta mañana. Porque lo verdaderamente importante, lo que me seduce y me empuja a hacer la misma idiotez cada día, es la sensación que vino después, al mirar el reloj. Sí señores, estoy hablando del alivio.

Hoy mis amigos y yo fuimos a un restaurante a cenar. Cuando el camarero vino con la cuenta, nos dio un susto terrible. Sobre todo a mí, que no llevaba dinero suficiente. Pasé una vergüenza espantosa, que duró todo un minuto. Hasta que, de pronto, Gloria dijo:

-¡Pero si nos han apuntado 44 cocacolas en lugar de dos!

Al salir, abracé al camarero y le di las gracias por el error.

(Porcentaje de realidad: 90 %)