jueves, noviembre 04, 2004

Telefonofobia

Ayer, sobre las 9, mi prima Ana me llamó por teléfono. Me pilló en la biblioteca, y no pude coger el móvil en el momento, así que salí a la calle, busqué un banquito solitario y protegido, y le devolví la llamada. Era ya noche cerrada, y había una brisilla gélida que se paseaba entre los edificios gigantes de la universidad. Son edificios lisos, sencillos, poco más que formas geométricas. Bloques sin detalles, que casi recuerdan a una maqueta. Me sentí, un poco, como el protagonista de una postal, allí acurrucado, charlando en un susurro con alguien que me hablaba desde muy lejos, a cientos de kilómetros. A veces el frío provoca ese espejismo de trascendencia.

En fin, que se me va la pinza. Lo que quería contarte es que me quedé casi sin palabras. Tenía muchas ganas de hablar con mi prima, y me encantó que me llamara, pero no supe que decirle. Casi me limité a escucharla, haciendole alguna broma ridícula de vez en cuando, para que supiera que no me había marchado. No es que haya nada de malo en escuchar. En realidad, creo que debería hacerlo más a menudo. Sin embargo, me quedé un poco preocupado. ¿Cómo pude quedarme sin palabras? En cuanto colgué, se me ocurrieron un montón de cosas que contarle. ¿Por qué no se me habían ocurrido antes? Me temo que es por culpa de mi telefonofobia.

Cuando era pequeño, llamé en una ocasión a mi abuelo, con el viejo teléfono que teníamos en casa. Era uno de esos aparatos en los que se marcaba girando una pieza circular con agujeros (algo que aún hoy me sigue pareciendo terriblemente difícil). Mi abuelo descolgó y yo le dije:

-¡Hola abuelo!

Inmediatamente, él me contestó:

- Perdona, pero yo no soy tu abuelo.

Yo le había reconocido la voz sin ninguna duda. Además, estaba acostumbrado a aquellas bromas. De hecho, cuando mi abuelo llamaba a la puerta y preguntábamos "¿Quién es?", él siempre decía "¡El loboooo!". Con semejantes antecedentes, comprenderéis que no le creyera; así que insistí:

- Sí que eres mi abuelo. Yo te conozco y sí que eres mi abuelo.

Y él, riéndose, volvió a decir:

- Mira, que no soy tu abuelo. Que yo no tengo ningún nieto.

Más o menos con éste diálogo nos pasamos más de diez minutos. Le dije unas cincuenta veces que lo dejase de una vez, que sí que era mi abuelo y que a mí no me engañaba. Y él, dale que dale con que no tenía nietos. Así hasta que mi madre, que me estaba oyendo desde la cocina, se mosqueó y me cogió el teléfono.

-¿Quién es? -preguntó. Durante unos segundos terribles la miré paralizado. Por fin, añadió:

-Pues perdone usted, el pobre se ha confundido. Creía que estaba llamando a su abuelo... Sí, sí, ya le he oido... es que es muy pequeño. Lo siento.

Me invadió una oleada de vergüenza que me recorrió el cuerpo de arriba a abajo. Me dio un calor por arriba y un frío por abajo, que se convirtieron en pánico cuando se encontraron en el medio. No era tan grave, pero los niños tenemos esas cosas. Me sentí tan terriblemente tonto y ridículo que eché a correr. Como mi casa era pequeña, me puse a correr alrededor de la mesa de la cocina que, por cierto, tenía forma de pista de atletismo (no me preguntéis por qué. En los ochenta casi todos los objetos tenían formas extrañas).

El caso es que, desde entonces, tengo una fobia terrible a llamar por teléfono. No puedo evitarlo. Algo en mi subconsciente sabe que, cada vez que diga una palabra al aparato, alguien al otro lado se va a partir de la risa. Algún día lo superaré. Espero que sea antes de jubilarme.

(Porcentaje de realidad: 95%)