sábado, enero 15, 2005

Mi móvil y yo

Yo era un tipo bastante solitario hasta que me compré un móvil.

Parece extraño, pero a la gente le cuesta llamarte cuando no tienes móvil. Llamar a un fijo implica enfrentarse a una voz desconocida y tener que preguntar “¿está…?”. Además, los fijos no tienen mensajes. Los mensajes son el escalón que faltaba para iniciar una amistad, o cualquier otra relación. Gracias a ellos es fácil superar ese difícil periodo en el que aún no hay confianza suficiente para una llamada de voz.

Así que un día decidí convertirme en un ser social y compré el móvil. Al principio fue estupendo, gané nuevos amigos enseguida. Me llamaban, me daban toques, me enviaban mensajes…

Pero pronto noté algo extraño: El icono que había puesto en la pantalla de mi móvil (la cara de una rana muy seria) había empezado a sonreír. Lo hacía de una forma tan sutil que me permití el lujo de ignorarlo, achacándoselo a mi imaginación.

En poco tiempo, las casualidades y los detalles empezaron a ser tan abundantes y evidentes que no tuve más remedio que desconfiar. Siempre que me sentaba en la universidad cerca de alguna chica atractiva, el móvil se “caía” de mi bolsillo para acabar debajo de su pierna. Si lo encerraba en la mochila, sonaba en los momentos más inoportunos. El botón de apagado dejó de funcionar, obligándome a llevarlo encendido todo el tiempo y haciendo el problema más grave. Además, siempre escogía él sus propias melodías. A mí me gusta el timbre clásico pero, en cuanto me descuidaba, se cambiaba por su cuenta a músicas exóticas, ritmos caribeños y cosas por el estilo. Un día me enfadé y le borré todas las melodías. Como venganza, el timbre comenzó a fallar en ciertas llamadas (solía “coincidir” con las llamadas de mujeres jóvenes y guapas). Nos enfadamos, nos enfadamos de verdad. Yo empecé a recargarle la batería cuando aún no estaba vacía, y el empezó a trastocar mis mensajes (escudándose en errores “accidentales” del teclado predictivo), haciéndome quedar en ridículo delante de todos mis amigos.

Lo peor de todo es que a mis amigos les hacía gracia. “Tienes un móvil muy divertido” me decían, releyendo mis mensajes saboteados. Hasta que un día, por fin, nuestra relación estalló. Yo había bebido más de la cuenta, y mi móvil tenía demasiada cobertura. Él sonaba y sonaba, y yo le gritaba con todas mis fuerzas. Reconozco que me excedí, incluso llegué a golpearlo. Al día siguiente, cuando me desperté, no lo encontré. Lo busqué por toda la casa, pero no hubo manera. Me quedé sin móvil… Y sin amigos. No volvieron a llamarme desde entonces. Desaparecieron misteriosamente a la vez que mi teléfono.

Un día mi hermano se acercó a mí y me preguntó:

-¿Tú acabas de mandarme un mensaje?

-Yo no. Perdí el móvil hace casi un año, ¿por qué?

Mi hermano me enseño entonces su móvil.

-Es que acabo de recibir este mensaje desde tu teléfono.

Cogí el móvil de mi hermano con mano temblorosa. En la pantalla solo encontré esto:



(Porcentaje de realidad: 2%)