viernes, junio 17, 2005

Redefiniendo la expresión "Perder el tiempo"










miércoles, junio 08, 2005

Locutor de radio

¿Os había hablado alguna vez de mis días como locutor de radio? Hace algunos años, cuando aún estudiaba en el instituto antiguo de Arroyo de la Miel, los profesores del departamento de Lengua y Literatura tuvieron la divertida idea de crear una emisora de radio. El ayuntamiento nos concedió una frecuencia y una pequeña subvención. El dinero apenas nos llegó para reparar la antena de aficionado −con un alcance de dos o tres kilómetros− que encontramos en el trastero del gimnasio (hallazgo que nos hizo pensar que no éramos la primera emisora del instituto, aunque nadie recordaba las anteriores). Empezamos a radiar programitas insustanciales, a horas salteadas, con guiones improvisados y voces atenazadas por la implacable vergüenza adolescente. A mí, como premio por mi voz rara de Burgos y mis eses sibilantes, me concedieron un puesto de locutor. En realidad, me pusieron al frente de un programa de consejos, una especie de consultorio para todo tipo de problemas: “El Doctor Haaaarl” (sí, la influencia de Chiquito por aquellos días era preocupante). Tengo que confesar que mi elección para aquel puesto fue bastante injustificada, apoyada en decisiones de profesores (a los cuales tenía comprados con un empollonismo galopante del que aún me avergüenzo) más que en el voto popular. A decir verdad, yo era la persona menos apropiada para ser el Doctor Haaaarl, pues sufría de una alarmante falta de experiencia. Mientras mis compañeros descubrían el mundo a pasos de gigante, llenando sus vidas con toda clase de emociones y pecados capitales, mi existencia transcurría en la sencillez más absoluta. Si sus vidas eran “Melrose Place”, la mía era “Barrio Sésamo”. ¿Qué pintaba yo dando consejos? ¿Qué sabía?

Lo mismo debieron de pensar mis compañeros, porque los primeros días fueron terribles. Nadie llamaba. Pasábamos en blanco la media hora que duraba el programa. Mi amiga L −la técnica de sonido− y yo llenábamos el tiempo como podíamos, dando los resultados de la quiniela, imitando las voces de los profesores o simulando llamadas falsas de un tal “Paquito” que siempre tenía dudas idiotas.

Pero un día llegó una llamada auténtica. Al día siguiente llegaron dos más, y, al siguiente, cinco. De pronto, el programa se convirtió en un gran éxito. Pasó de durar media hora escasa a casi una hora y media, y empezó a emitirse de lunes a viernes. ¿Por qué tantas personas querían conocer mi opinión?

Supongo que nunca lo sabré, aunque tengo algunas teorías. Por un lado, la gente utilizaba el programa para decir al mundo lo que no se atrevía a decirle a una sola persona. Era una especie de intermediario. En el instituto todo el mundo conocía a todo el mundo y, quienes llamaban, aunque fingían querer ser anónimos, sabían que su voz sería reconocida y, tal vez, escuchada. El programa se convirtió en un filtro, que suavizaba las palabras, y se las entregaba al destinatario sin la intensidad del cara a cara. Hacíamos, más o menos, lo que ahora hacen los mensajes del móvil.

Pero había algo más, algo de lo que pretendo sentirme orgulloso. La gente realmente quería mis consejos. Me escuchaban pacientemente y después me llamaban para confirmar su puesta en práctica (y, en ocasiones, para agradecerme su buen resultado). ¿Por qué querían la opinión de quien menos sabía? ¿Para qué querían los consejos de un pringao? Quizá la pregunta sea la respuesta: yo era un pringao. Podía contestar a todas las preguntas con una imparcialidad absoluta. Mi total falta de experiencia me daba una perspectiva única. Jamás tomaba partido porque jamás me había encontrado en las situaciones sobre las que me preguntaban. Recuerdo que, en una ocasión, llamó una chica por la que yo bebía los vientos. Me pidió consejo sobre sus historias amorosas (en las que, por supuesto, yo no aparecía ni de lejos). ¿Podéis creer que contesté con absoluta objetividad? Le di los consejos que consideré mejores para ella, aunque esos consejos me dejaban a mí sin ninguna posibilidad. A eso me refiero cuando os describo las bondades de la inexperiencia: ni siquiera comprendía el idioma de los celos, así que no pude obedecer sus órdenes.

Los que conocían mi situación interpretaron aquello como una gran muestra de profesionalidad por mi parte (en lugar de lo que realmente era: una gran muestra de estupidez). Así que mi prestigio recibió un gran empujón, y el éxito del programa creció aún más. El curso terminó, llegaron las vacaciones, y la emisora del instituto tuvo que cerrar. Sin embargo, el programa había alcanzado tal popularidad que fue trasladado a una emisora local, en la que trabajé durante un par de años. Por suerte, la radio es amiga de quienes prefieren no dar la cara y, cuando el programa terminó por fin, pude regresar al anonimato sin problemas. Ya nadie relaciona mi nombre con el del Dr. Haaaarl, si es que alguna vez alguien lo hizo, y yo me alegro.

Sin embargo, cuando me fui, pedí a la productora un pequeño favor: me quedé con el apartado de correos del Doctor Haaaarl. ¿Qué queréis? Fue un ataque de nostalgia. Cada viernes, puntualmente, me paso por la oficina y reviso el buzón. Y casi todas las semanas, encuentro un par de cartas esperándome. Cartas anónimas, la mayoría, o firmadas por desconocidos. No puedo ocultar que disfruto leyéndolas, y también contestándolas. Disfruto con esa confianza ciega que la gente es capaz de poner en un pseudónimo y que, a través de los misteriosos caminos del servicio postal, acaba llegando a mis manos. Y disfruto cuando, después de escribir consejos comprometedores, después de leer los corazones de la gente con la intimidad de un confesor, firmo al pie:

“Doctor Haaaarl, por la gloria de mi madre”.

(Porcentaje de realidad: 8%)