sábado, octubre 30, 2004

La naranja biológica

Sí, quizá me haya pasado con el título. Con "la naranja" habría bastado. Supongo que debería leer menos ciencia ficción.

El otro día, mi hermano y yo estuvimos en casa de mi amigo Jose. Vive en el campo, en una finca enorme de naranjos. Fuimos, como no, a coger naranjas. Muchas veces, cuando acercábamos a mi amigo a su casa, después de ir a ver una película a los multicines (ya nadie los llama así, ¿verdad?), nos decía:
- Si fuera de día os llevabais unas naranjas.
El problema es que la temporada se pasaba. Las naranjas empezaban a ponerse naranjas, y eso, al parecer, no es buena cosa si lo que quieres es cogerlas del árbol. Así que por fin, aunque no había cine de por medio, nos fuimos a buscar naranjas en pleno día. El asunto no es moco de pavo; ¿has ido alguna vez a coger naranjas? Yo pensaba que era algo sencillo, de aquí te pillo, aquí te mato, vamos, de veinte minutos a lo sumo. Ojalá hubiera sido así.

Nada más llegar, mi amigo nos preguntó que si llevábamos ropa de abrigo, cosa que me sorprendió bastante. "Vamos en el coche, que está lejos" dijo, para evitar que saliéramos a la calle. Jose nos fue guiando a través de los caminos embarrados, primero a la izquierda, luego a la derecha, una y otra vez, hasta que mi hermano y yo quedamos definitivamente perdidos, al más puro estilo de la bruja de Blair. Parece mentira que uno pueda desorientarse en un bosque de árboles tan bajitos. La verdad es que el naranjo tiene una altura que le hace parecer un árbol ridículo, irrisorio, al mismo tiempo que te tapa la vista con la misma eficacia que una secuoia.

"¡Parad!" gritó mi amigo de pronto. Habíamos llegado al punto culminante del viaje, al santuario naranjero, al nirvana frutal. Allí se encontraban las mejores naranjas de la finca, que digo, de la provincia. Acampamos en un pequeño claro para pasar la noche. Comprenderéis que no pudiera escribir mi blog. Hacía frío, pero la calidad de la fruta, el delicioso sabor y las estimulantes vitaminas nos mantuvieron en forma hasta el día siguiente. La jornada fue dura y los peligros múltiples, pero conseguimos salir adelante y robarle su tesoro a la naturaleza. Volvimos con varios sacos de naranjas y una calabaza, que habría sido estupenda si yo no odiara tanto Halloween y todas esas ridículas fiestas, importadas de la tele. Al menos, gratinada es deliciosa.

miércoles, octubre 27, 2004

El cuento maldito

Esta mañana, he recibido una carta. Al parecer, he quedado entre los 12 primeros en un concurso de relatos, y van a publicarme por primera vez en mi vida. Estoy muy contento, pero también un poco preocupado. El problema es que yo, como no pensaba ganar nada, había introducido ciertos mensajes subliminales en el cuento. Ya sabes: Frases escritas al revés, palabras que suenan parecidas a otras palabras... No es nada grave, porque mis mensajes decían cosas como "eructar no es malo" o "antes de salir de casa, no te olvides de hacer pis". Es decir, no tengo miedo a destruir la estabilidad de la sociedad, sino al ridículo. Sí señor, has oído bien, al ridículo. ¿Que cómo voy a tener yo miedo al ridículo por algo que haya escrito? Ah, vale, ya te entiendo. Estás cachondeándote de este blog, ¿no es así? Te lo explicaré: Aquí no hay firma. Tú no sabes quien soy yo, cual es mi cara ni donde vivo. Ese cuento, en cambio, va firmado con mi auténtico nombre. Si algún día me convierto en una persona importante en algún sitio (Dios no lo quiera) y ese cuento sale a la luz, ¿qué van a decir de mí? Será como esas fotos de los profesores del instituto, con greñas y pantalones acampanados, que un mal día caen en manos de un alumno vengativo.
Y, aunque la providencia no está del todo en contra mía, ya me encargo yo de echar abajo todos sus buenos cuidados. En esta ocasión, quiso la suerte que hubiera un error de transcripción, y los responsables del concurso escribieran mal mi nombre. Yo podía haberme callado. Dejarlo pasar, para que, algún día, cuando un subalterno mío malintencionado buscara mi nombre en internet, no apareciera la granada sin explotar que representa ese relato. Pero no, no pude. Y la razón es muy sencilla: El ego es el peso pesado de los pensamientos, mientras que el sentido común solo es un insecto que se posó en el ring.

martes, octubre 26, 2004

Los riesgos del body-building

Ayer, cuando llegué al gimnasio, me lo encontré vacío. En realidad, había una persona, la encargada, pero para el caso es lo mismo. La tía no puede verme. Y no lo digo en el sentido coloquial; no es que esté enfadada conmigo, ni que le caiga mal. Al principio, yo mismo pensaba que sí, pero, el otro día, mientras levantaba unas mancuernas, encontré pruebas irrefutables de que se trataba de algo muy distinto. La niña se me quedó mirando con una cara rarísima, y me di cuenta de que no me observaba a mí, sino a las mancuernas. No, no era admiración por lo soberbio de mi ejercicio, porque lo que estaba levantando eran unas mini-mancuernas de esas que casi avergüenza levantar. Lo cierto es que se me quedó mirándo porque no me veía. Seguramente, solo veía como dos pesas ridículamente pequeñas flotaban en el aire, arriba y abajo, a un ritmo irregular, debido a mi falta de experiencia. No pareció sorprendida mucho tiempo. En seguida cambió la boca abierta por una boca torcida y, en cuanto me descuidé, retiró todas las mancuernas pequeñas. Claro, yo habría hecho lo mismo. No tiene sentido ofrecer a los clientes unas pesas que se levantan solas, más que nada porque pueden hacerles creer que están haciendo ellos el esfuerzo, cuando en realidad están tomando una especie de autobús gimnástico.
Es muy humillante que la encargada retire tus pesas porque son demasiado pequeñas, pero podría ser peor. Podría haber sido peligroso. En efecto, aunque no lo creas, el gimnasio puede ser un lugar arriesgado. Ayer mismo, sin ir más lejos, mientras un compañero culturista movía enérgicamente una de esas máquinas enormes y ergonómicas, el aparato sufrió una convulsión y se vino abajo. Pero no es que se cayera de lado o que se rompiera un cable, no. Esos aparatos están diseñados para que el trabajo se reparta por todos los discos y todas las poleas. O se rompe todo o no se rompe nada. El tipo que estaba subido, como era tan fuerte y estaba tan concentrado en su ejercicio, lo rompió todo. Se quedó sentado, en mitad de un montón de chatarra irreconocible. Todos los demás clientes nos acercamos para intentar recomponer el aparato, pero no hubo manera. Estaba tan deshecho que no supimos qué máquina había sido antes todo aquello, por muchas vueltas que le dimos. Ni siquiera el que lo había roto pudo recordar el ejercicio que había estado haciendo, desorientado, como estaba, por los efectos del shock.

P.D.: Perdona que haya repetido tantas veces la palabra mancuerna, pero es que me hace mucha gracia.

lunes, octubre 25, 2004

El gran salto

Perdona que no haya escrito nada ayer. Volví tarde, porque estuve jugando en un cumpleaños. Las cosas de comer estuvieron ricas, y las cosas de sentarse resultaron cómodas. Entre la merienda y la cena, hicimos un concurso de salto con los columpios. ¿Verdad que es una suerte que tus amigas tengan en casa sus propios columpios? Es como si tuvieran un Mc Donalds o una playa. Lo malo es que eran muy bajitos (se ve que no estaban actualizados) y tuvimos que encoger bastante para poder utilizarlos. El juego lo inventó el profesor de baloncesto de mi hermano pequeño, y consistía en:
a) Coger carrerilla, echando el columpio hacia atrás todo lo posible.
b) Dar un saltito para aumentar aún más el recorrido.
c) Recorrer la envergadura del columpio con un máximo de aerodinámica.
d) Y esto es lo verdaderamente importante: Saltar del columpio intentando llegar lo más lejos posible.
Todo habría sido estupendo si hubiéramos sido más torpes. A mí, por suerte, se me dio bastante mal, y no me ocurrió como a otro de los competidores. El pobrecillo lo hizo tan bien que salió disparado como una bala de cañón, pasando por encima del muro que rodea la finca y aterrizando en vete tu a saber que lugar perdido. No hubo manera de encontrarlo, aunque sí recibimos alguna noticia de su vuelo fugaz sobre las fincas colindantes. Era un tipo fuerte, así que no tememos por su seguridad. Lo único malo es que debe de haber llegado muy lejos, porque no le dio tiempo a regresar para jugar al juego de las definiciones (un juego de mesa muy divertido, que algún día te explicaré), ni tampoco para tomar una infusión numerada en la tetería de mi pueblo, al día siguiente.

sábado, octubre 23, 2004

De compras en la ciudad

Hoy fuimos a comprar los regalos de cumpleaños de unos amigos. Alguien me había dicho que quedaba un aparcamiento libre en algún sitio, y decidí coger el coche y probar fortuna. Me habían engañado. Por suerte, mi padre había rellenado el depósito hacía poco, y pude dejar el coche dando vueltas mientras terminábamos con las compras. "No te metas en líos" le dije. Él, como es un coche y los coches no hablan, decidió no responderme, y se marchó quien sabe a donde. No te diré más que, cuando volvió a recogernos, lo encontramos cubierto de marcas de besos, de un carmín rojo intenso, impropio de mujeres de vida decente. No quiero ni pensar en el cachondeo que van a traerse los tipos de la gasolinera, el día que vaya a lavarlo.
Las compras fueron bien. Nos hicimos con unos buenos pijamas y con unas bufandas gordas. Espero que se los pongan, aunque yo no lo haría. Hay que ser muy confiado para rodearse el cuello con un regalo, sea cual sea y venga de quien venga. Luego, mientras pagábamos (bueno, mientras pagaban, porque yo aún no he soltado un duro), me corté los cinco dedos de la mano izquierda con una de las bolsas. No es grave, porque se me están pegando sin problemas, pero el susto fue tremendo. Durante un cuarto de hora cayó un chorro de sangre uniforme. Ya sabes, como cuando abres el grifo lo justo para que el chorro no se vuelva blanco. Menos mal que se cortó por fin, porque el nivel de la sangre empezaba a subir en la tienda y muchos temían por su vida. No es que tengan nada en contra de la asfixia. Es que no les gusta morirse, en general. Creo que estropeé algunos vestidos. La dependienta iba a pedirme una compensación -ecónomica, no penséis mal-, pero me vio tan chupado tras la sangría que le dio pena. Además, le remordía la conciencia que sus bolsas fueran tan cortantes.
Mis amigos y yo nos despedimos como si no fueramos a volver a vernos, y quedamos para el día siguiente. Creo que no llegaron a ver a mi coche, con todas aquellas marcas de sus fechorías amorosas. Me habría dado vergüenza reconocer que a mi coche le dan más besos que a mí.

viernes, octubre 22, 2004

Empezando por el principio

Hola, mi nombre es Alberto, y soy una persona de verdad. Lo que voy a contar en este diario, sin embargo, no es cierto, aunque guarda un desagradable parecido con la realidad. Lo siento, pero es que creo que la realidad es mi única pertenencia, y contarla sería regalarla. No esperarías que le fuera a dar mi realidad a cualquiera, ¿verdad? Escribirla adornada, ennegrecida con carbón de camuflaje, convierte el regalo en un préstamo casi inocente. Mejor me callo. Hablar de lo que hago, cuando todavía no lo he hecho, es una estupidez. Si quieres, cuando haya terminado, podemos retomar esta conversación. Claro que, para entonces, yo estaré muerto, y eso hará tu parte mucho más aburrida. Bueno, no te quejes, tampoco tú estás hablando demasiado ahora. Podemos hacerlo así: primero me dejas que yo diga todo lo que tengo que decir, y después, cuando esté yo enterrado bien hondo, le cuentas a mi tapa de marmol lo que sea que tengas que decirme. Es un pacto justo; al final, los dos habremos hablado lo mismo.