lunes, noviembre 29, 2004

El orden equivocado

Hoy el profesor de Filtros nos enseñó a diseñar "filtros paso banda" (es un tipo de circuito electrónico). Acababa de explicar el algoritmo cuando se volvió y dijo:

-Éste es el proceso para diseñar un filtro paso banda. Como habéis visto es muy sencillo, y todos sabéis resolver los pasos por separado. Aún así, la gente lo hace mal en el examen, ¿y sabéis por qué? Porque se equivocan en el orden. Hay una única ordenación correcta. Solo son cuatro pasos, pero casi todo el mundo se confunde en la secuencia. Si resolvéis el tercer paso antes del segundo, el resultado estará mal, y lo mismo ocurrirá si hacéis el tercero después del cuarto. Tened cuidado.

Escuché al profesor muy atento mientras pronunciaba estas palabras. Creo que aprendí mucho en la clase de hoy, aunque sigo sin tener ni idea de como se diseñan los filtros paso banda.

(Porcentaje de realidad: 95%)

sábado, noviembre 27, 2004

Huellas de lobo

En una ocasión iba yo andando por la calle y, de pronto, noté que había metido el pie en una huella del cemento que alguien había dejado cuando aún estaba fresco. De momento pasé de largo, seguí caminando, pero algo me había helado la sangre y regresé para ver de qué se trataba. Observé la huella con atención. Tenía exactamente la forma de mi pie, el mismo número, la misma anchura, el mismo dibujo de la suela… Me paré a pensar si podía ser mía, y llegué a la conclusión de que no.

“¡Coincidencias absurdas!”, me dije, y seguí adelante.

Me sentí como una ficha del juego de la oca el resto del camino.

Hoy tuve pesadillas. En mi sueño, había una huella que era una trampa. ¿Has visto las trampas que usan los cazadores de lobos asturianos? Son muy sencillas. Buscan el lugar donde vive el lobo, preferiblemente una zona densa y claustrofóbica entre las montañas. Estudian los caminos del animal, los rastros de pelo que dejó, sus excrementos y sí, sus huellas. Averiguan cuales son sus rutas y su salida preferida. En esa salida, construyen un calabozo profundo, de entrada diminuta. Luego, cuando todo está listo, solo tienen que asustar al pobre bicho (cosa bastante más sencilla de lo que nos han hecho creer). Él echa a correr cruzando el bosque, creyéndose libre. Se considera dueño de sus actos, piensa que puede cambiar de dirección a voluntad. Pero claro, no lo hace, nunca lo ha hecho. ¿Por qué iba a buscar otra salida? Esa siempre le había funcionado.

De pronto, ¡zas! El lobo se metió en la boca del lobo.

Supongo que el pobre animal, cuando aúlla desde el fondo de su tumba, no se da cuenta de que todo estaba calculado, de que alguien había previsto sus movimientos con precisión de relojero. Quizá solo piensa:

“¡Malditas coincidencias absurdas!”.

(Porcentaje de realidad: 60%)

viernes, noviembre 26, 2004

Run run run

Me gusta correr. A veces me llama mi amigo S, me pongo el chandal y nos vamos a hacer kilómetros (pocos kilómetros). No creo que me guste correr como deporte. No creo que a nadie le guste por deporte. Creo que todos los que hacemos footing estamos huyendo de algo. A veces, me encuentro con alguien que viene corriendo en dirección contraria, con su chandal de deporte, sus zapatillas de deporte y su cara de deporte y pienso: "¡ah, cobarde, deja de disimular! Luego, cuando se cruza conmigo, me mira de reojo y parece que mascullara: "Da la vuelta, suicida desgraciado, ¿dónde diablos crees que vas?"

Hoy fuimos corriendo hasta el polideportivo del pueblo de al lado, y vimos a mi amiga G. No la saludamos porque estaba muy ocupada, dando clases a los niños. Solo nos la quedamos mirando, absortos. Siempre me choca verla en el trabajo.

-Es raro -dijo S-. Cuando ves a los profesores en las clases nunca piensas que puedan tener una vida fuera de allí. Sólo son profesores.

Pensé en mi profesor de Filtros. Hace solo un año era un gordito mofletudo, pero ahora se ha quedado canijo hasta el límte de la salud. No creo que haya perdido los cuarenta kilos dando clase.

Al final, mi amigo S se volvió y me dijo:

-Pon el reloj en marcha, hay que volver.

Me quedé mirando un edificio no muy lejano y pensé: "Por ahí debe de andar el punto de no retorno. Algún día llegaré y escaparé por fin".

A la vuelta hicimos un tiempo record.

(Porcentaje de realidad: 92%)

jueves, noviembre 25, 2004

Sangre

Ayer fui a donar sangre. En realidad fui a comer pastelitos gratis, pero me tuve que dejar sangrar a cambio. Creo que no les salgo rentable. Me comí una palmera de chocolate, un bollo y una caña de crema, además de un zumo de melocotón, uno de frutas del bosque y un batido de fresa. También me llevé un calendario, con una niña triste que me mira y me echa en cara que... ¿qué? No debería mirarme así, yo he dado sangre. Deberían regalarle ese calendario a los que no donaron.

Mi motivación para donar sangre no siempre ha sido la bollería industrial, no soy tan superficial. Antes lo hacía para llenar la tarjeta, ya sabes, esa en la que añaden una fecha cada vez que te exprimen. Había visto a un tipo de mi clase que la llevaba completamente rellena y yo no quería ser menos. Me dio por donar como un poseso. Hay que tener cuidado, porque se convierte en una adicción peligrosa. Empezaba a valorar a la gente en litros. Me presentaban a una chica inteligente, simpática y comprensiva y yo solo podía pensar: "De este ejemplar te salen 400 centímetros cúbicos al mes sin problemas".

Luego estaba el asunto de los boquetes en el brazo... No te tratan igual en las revisiones de examen si llevas los antebrazos como coladores. Un día me preguntó un profesor: "Oye chaval, ¿tú te inyectas?" y yo le contesté: "No, señor, yo me ordeño". No me miró con mejores ojos.

Está bien esto de donar sangre, sí... Te llenan la tarjeta, te dan de comer, te regalan cosas... Bueno y ayudas a la gente, y todo eso. Pero, tonterías aparte, hay situaciones en las que la donación es muy importante, yo diría que imprescindible. Me refiero a esos días emocionantes que todos tenemos de vez en cuando. Son pocos, porque si fueran muchos dejarían de ser emocionantes, pero están ahí. Esos días hacen que la vida merezca la pena, sí señor, pero pueden llegar a ser peligrosos. Durante las horas que duran, se oyen palabras, se perciben sensaciones, y el corazón se acelera al triple de su ritmo. El sistema circulatorio no está preparado para semejante volumen bombeado. Alguien tiene que aliviar esa presión. Estoy seguro de que -si no fuera por la ayuda de las unidades móviles de donación-, más de un día me habrían reventado todas las venas del cuerpo.

Ayer, mientras estaba tumbado en la camilla, enchufado a una bolsa de plástico llena de mí, me di cuenta de algo de repente.

-¡Alguien va a llevar mi sangre dentro! -exclamé incorporándome.

La enfermera (siempre es una chica guapa cuando vienen a la escuela de telecomunicaciones, no son tontos) me hizo tumbar otra vez, susurrándome palabras amables. Yo obedecí, ¿qué iba a hacer? De todas formas mi sangre ya había estado dentro de mucha gente, no era la primera vez que donaba. Me quedé en estado de shock. Al terminar, cogí el coche y volví a casa. Vi la tele, cené y me puse el pijama. Para dormirme, intenté cerrar los ojos, pero me costó mucho trabajo. Los tenía secos. Llevaba horas sin parpadear.

Estoy preocupado. Hoy me crucé con un desconocido por la calle y me pareció que se reía igual que yo.

(Porcentaje de realidad: 50%)

martes, noviembre 23, 2004

Malentendidos mal entendidos

Ayer me contaron una historia de Hollywood. No recuerdo los actores y, por las pistas que tengo, no soy capaz de encontrarlos en Internet. Al parecer, cierto director de prestigio, envió, en una ocasión, un sobre cerrado a una actriz que había sido su amante. El sobre contenía un contundente mensaje:

"Si aceptas antes de las doce de mañana, me casaré contigo. En otro caso, me casaré con otra a esa misma hora"

Sí, ¡están locos estos artistas! Lo que ocurrió fue que la actriz (¿era Bette Davis?) pensó que la carta no era importante y no la abrió de momento. La dejó sobre la mesita del salón, mientras se preparaba una infusión, o una mascarilla de pepino, vete a saber tú. Al día siguiente, se enteró del matrimonio del director por los periódicos. Abrió la carta entonces, la leyó y dijo "sí, quiero". Pero claro, ya era tarde. Pobrecilla.

Últimamente empiezo a pensar que la vida funciona a costa de malentendidos. Es como si andáramos todos con un vaso lleno de agua hasta el borde. Tenemos que caminar muy despacio, temblorosos, con mucho cuidado de que no se nos caiga una sola gota, para no mojar el suelo. Entonces alguien dice algo en el momento equivocado, en un contexto confuso, algo como: "Puse un cubito, no te preocupes". Esa frase se refería al cubito de starlux que echó en la comida, pero claro... El que lo oye, agobiado por su vaso rebosante, entiende lo que quiere entender. Entiende: "Te puse un cubo bajo la mano, ya no tienes que preocuparte por tu vaso, no importa que se te caiga el agua, no mojarás las baldosas". Y aliviado, el pobre relaja la mano, y deja que chorree el agua por sus dedos. Lo peor es que la sensación es tan agradable que pierde el control, empieza a bailar, vuelca el vaso, lo sacude, hasta que no queda ni una gota.

- Déjame que te haga una pregunta -dice entonces el otro-. Es una pregunta al aire, como tantas otras que te hago, no te vayas a asustar pero... ¿Por qué volcaste tu vaso cuando te dije lo del starlux?

Entonces el loco del vaso vacío mira al suelo, y ve el agua esparcida en todas direcciones. Comprende por primera vez que no había nada debajo para contener su agua. Se equivocó en el peor momento y empapó el suelo, como un niño pequeño. "De repente soy el único que no tiene agua en este mundo de secretos" piensa... Siente entonces una vergüenza horrible, y se acuerda de ese sueño en el que apareció desnudo en mitad de la calle... Se siente desarmado, frágil como el cristal de las bolas de Navidad. Le dan ganas de arrojar el vaso contra una pared y romperlo en mil pedazos.

Por suerte, al final se da cuenta de que el suelo se puede fregar y de que, además, con el vaso vacío se camina más tranquilo.

¿Habéis visto ese anuncio de móviles nuevo de la tele? Es uno en el que dos amigos están en un piso y, uno de ellos, para fastidiar al otro, le coge el móvil y le gasta una broma pesada, aprovechando que el otro ha ido a buscar unas cervezas. La broma consiste en enviar una imagen de un anillo de compromiso a la novia de su amigo, utilizando precisamente el teléfono que le ha sisado. Al cabo de un rato, el dueño del móvil recibe una llamada. Es su novia diciendo "sí quiero", y él le contesta "¿Qué si quieres qué? ¡Casarnos! ¡No! Pero no llores...".

Se supone que es un anuncio la mar de chistoso. Yo no termino de pillarle la gracia.

domingo, noviembre 21, 2004

ROM (Read Only Memory)

Hay algo fascinante en los restaurantes pequeños de Torremolinos, como de película en blanco y negro.

El otro día fuimos a ver “Un Tranvía Llamado Deseo”, que proyectaban en un ciclo dedicado a los grandes genios de la fotografía. A mí me gusta bastante el cine antiguo. Muchas veces, cuando veo películas viejas, me vienen recuerdos de un pasado próximo. Me identifico con Bogart en “Casa Blanca”, o con Cary Grant en “La Fiera de mi Niña”. Es extraño, porque me encuentro diciéndome: “es cierto, así es, así es como se siente uno". Luego me doy cuenta de que yo nunca viví nada parecido, ni sé si es así, ni como debería sentirme. ¿De donde provienen entonces esos recuerdos?

Recuerdo una novela que leí, “El Clan del Oso Cavernario”. Lo que más me impactó… bueno, en realidad lo que más me impactó fue el final, que era medio porno… Pero, aparte de eso, me estremeció la idea de “los recuerdos”. Según esa novela -ambientada en un pasado remoto, en una tribu de Neandertales-, los hombres primitivos poseían una memoria animal, instintiva, congénita. Lo llamaban “los recuerdos”, y les permitía reconocer las plantas comestibles o los accidentes geográficos sin haberlos visto jamás. ¡Recuerdos heredados! Esa idea me tuvo fascinado mucho tiempo (más o menos hasta que llegó el porno, 250 páginas después). Sé que solo es una invención, que no hay pruebas de que tal cosa exista, pero sería una explicación elegante a mis sensaciones de cine en blanco y negro. Quizá sí estén registrados en mi memoria los despechos de Gilda, o las alegres miserias de Charlie Chaplin, aunque no fuera yo quien los grabara ahí. Quizá fue mi padre, o mi abuelo, o mi bisabuelo el que los vivió, y algo se nos quedó pegado en los genes. Sería divertido, y a la vez sobrecogedor, poder llevar en la cabeza los recuerdos de otra gente. Memoria sintética, como en Blade Runner.

Si mi hijo hereda de mí, espero que recuerde la sensación criminal de escribir con un marcador negro sobre un folio blanco… el sabor de las cerezas bastardas cogidas del árbol… y aquella vez que, estando en un restaurante pequeño de Torremolinos, una amiga me preguntó “¿Cuántas veces se puede beber la propia orina para que te siga hidratando? ¿siete?”

(Porcentaje de realidad 90%)

viernes, noviembre 19, 2004

Tomasulo

Recuerdo la primera clase de “Electromagnetismo II” que di en la escuela. El profesor era un tipo bajito, vestido a diario de bata blanca, organizado y bastante claro en las explicaciones. Buena gente, en general. No obstante, le notaba yo siempre una expresión de guasa, como si estuviera riéndose de todo el mundo. Uno esperaba que, en cualquier momento, le diera por gritar:

- ¿Cuántas clases llevamos? ¿veinte? ¡Pues todo lo que os he dicho era mentira, pringaos!

A mí me recordaba a un teletubie maligno, aunque se parecía más a los cantantes de copla de las películas antiguas.

Lo que recuerdo de aquella primera clase es que dibujó en la pizarra la letra griega “θ” y dijo:

- Bien, para representar ángulos usaremos a menudo esta letra. Ya sabéis que se llama “tita”… Bueno, “teta” si venís de un colegio público.

Sí, era un truquero aquel profesor, sabía quedar de guay. Pero a mí me hizo pensar. Me di cuenta de que, paralelamente a los verdaderos listos -los listos con gafas que diseñan las ecuaciones, los métodos numéricos y los algoritmos-, existieron unos científicos chuscos, que dedicaron su existencia a poner nombres cachondos a las cosas. ¿Cuáles fueron sus motivaciones? Quizá se vengaban de alguien, o querían echar abajo el sistema, no sé… A mí me parece que lo único que buscaban era hacer que los profesores, en adelante, se pusieran coloraos en clase. En fin, a todos esos payasos de la ciencia, gracias:

- Por la función seno.
- Por la suma de los catetos.
- Por el algoritmo de Tomasulo.
- Por la región de penetración del diodo PN polarizado en inversa.
- Por el número 69.
- Por la letra “P” con subíndice “2”.
- Por la clase de “Electrónica Anal” (Analógica no cabe en los recuadros de los horarios).
- Por la recta subnormal.
- Por la librería “conio” del lenguaje C.

Por todo… Muchas gracias. Sois mi inspiración.

(Porcentaje de realidad: 100%)

jueves, noviembre 18, 2004

Green Suede Sweater

Tengo un jersey que es como un disfraz de peluche. Parece fabricado en moqueta –una moqueta suave-, o en toalla. Es un problema porque, a veces, cuando voy al servicio en un restaurante o en el cine, la gente se confunde. Me ocurre a menudo, es muy gracioso: Veo a un señor acercarse despacio, mirando hacia abajo. Viene muy pendiente de sus manos chorreantes, y de las gotas con doble sentido que le cayeron en los pantalones al lavarse. Tan ensimismado camina, que ve mi jersey y empieza a secarse tranquilamente, convencido de que ha encontrado la toalla. Yo lo comprendo, porque mi jersey seca como nadie pero, ¡queda tan ridículo!

Antes, para evitarlo, me ponía a soplar al verles llegar. Entonces me confundían con un aparato de secado por aire y dejaban en paz mi jersey. Era una buena idea cuando mi capacidad pulmonar daba para secarles las manos de una sola vez pero, desde que empecé a hacer menos ejercicio, se convirtió en un problema. Me tenía que detener a la mitad para coger aire y ellos, impacientes, se apresuraban a darme un golpe en la nariz con la base de la mano para que siguiera soplando. En ese momento se daban cuenta de que yo no era un secador, y me pedían disculpas, pero claro, el daño ya estaba hecho.

No obstante, no renuncio a mi jersey. Tiene sus ventajas. A veces puede solucionar algún contratiempo. El otro día, en el cine, una amiga tenía problemas con sus gafas. Las llevaba empañadas y no conseguía limpiarlas.

-¡No te preocupes! –intervine yo muy ufano-. Tengo la solución.

Tomé sus gafas, las vaporicé cariñosamente, y me puse a frotarlas con el milagroso tejido de mi jersey. Yo mismo me sorprendí del resultado. Quedaron tan limpias y transparentes que temí haberles arrancado los cristales. Se las devolví muy satisfecho y ella se apresuró a probarlas. Entonces me miró y abrió los ojos como platos. Me pareció muy sorprendía. Después se echó a reír y se le arquearon las cejas, como si hubiera visto una de esas postales de un mono fumándose un puro, con una gorra hacia atrás.

“¿De qué se ríe?” pensé entonces, pero luego me dije: “Claro… Le limpiaste tan bien las gafas que te vio los pensamientos”.

(Porcentaje de realidad: 50%)

martes, noviembre 16, 2004

Lo breve, si es bueno, dos veces breve

No hay agua. Se fue ayer noche y aún no ha vuelto, la muy borracha. Voy al baño. La cisterna está vacía, algún imbécil ha tirado de la cadena. Creo que fui yo. No lo pude evitar, estaba demasiado prohibido. Qué asco... Tantos milenios de civilización para esto. El water es un paso atrás respecto al árbol. ¡Tanta tecnología, tanta era espacial, tanta new age y tanta chorrada, y hoy no puedo ni, ni, ni...! En fin, no nos pongamos escatológicos.

Algo bueno ha tenido todo esto. Me ha hecho preguntarme: ¿puedo escribir acerca de mis problemas de WC en el blog? Me obligó a plantearme algo que llevaba esquivando mucho tiempo: No siempre podré escribir todo lo que se me pasa por la cabeza.

¿Que por qué? Pues hay ideas que son aburridas, otras que nunca sabré escribir, algunas que son bastante vulgares, y muchas que delatarían los primitivos deseos que gobiernan cada uno de mis días. Bueno, y también está ese gran conjunto: las que me avergüenzan.

Pero lo peor de todo no es eso. Lo peor no son las que no escribo porque no quiero, sino las que se quedaron en la recámara porque ni las vi. Los que nos gusta escribir, solemos andar por ahí convirtiendo en palabras, dentro de nuestra propia cabeza, todas las tontadas que nos cruzan las neuronas. A veces nos creemos la mar de eficientes, pero no es cierto. De vez en cuando, uno atisba, como de reojo, todas esas microideas que le cruzan la cabeza, y que jamás llegaron a tomar forma de palabra. Son historias diminutas. No se pueden escribir, de tan breves que son. Si uno resolviera la regla de tres:

"Un pensamiento de Neruda es a un verso como mi idea es a x".

Probablemente le saldría que x es igual a un tercio de palabra, o incluso menos. ¿Cómo expresar una idea cuando no contiene información suficiente para llenar una sola palabra? Si intentas escribir una de esas microhistorias, te saldrá inflada. Por poco que escribas, parecerá que sobra casi todo.

"Hoy, al darme las vueltas, me pareció que la chica que vende el pan me acariciaba a propósito las manos con el dorso de sus dedos."

¿Lo ves? Noventa y nueve por ciento de palabras vacías. Precisión, amigo mío, es un asunto de precisión y volumen. Hay demasiadas microideas, millones al día, y son tan diminutas... Nos perdimos nuestra mejor literatura por culpa de su maravillosa brevedad.

P.D. (salió hoy por la radio) Mensaje enviado a un móvil: La policía ha encontrado un cadáver obeso, de corta estatura, complexión débil y pene diminuto. Llámame para saber que estás bien.

(Porcentaje de realidad: 98%)


lunes, noviembre 15, 2004

¡Ya ves!

Me levanté hoy helado. Tenía que salir a la calle. Me puse dos pares de calcetines, pantalón con forro, camiseta, camisa, jersey y chaquetón. Para el bulto del cuello, bufanda y gorro.

Estoy en la calle y no tengo frío. Miro al cielo nublado y le saco la lengua. Cierro la puerta con llave. Las llaves... Están heladas. Las pongo en un bolsillo de la cazadora. Al meter la mano detrás, noto el metal frío. Se me hielan los dedos. No quiero ir con las manos fuera. Cambio las llaves al pantalón. Demasiado sueltas. Al caminar hacen "clink, clink, clink". Soy el único gato que conozco que se ha puesto el cascabel a si mismo. Un niño me apunta. Le dice a su madre "mira, un señor-grillo". No me gusta que me llamen señor. Saco las llaves. Las quiero meter en el bolsillo interior del abrigo... Tendría que abrir la cremallera. No hay ganas. Me las guardo en un zapato. Descubrimiento: las llaves duelen. Me descalzo. Un señor se queda mirando las llaves que caen de mi calzado. "Uf, ¡no vea que incómodo es!" le digo. El señor se aleja con cuidado de que no se le meta ninguna llave en el zapato.

"No me haréis pasar frío, criaturas" pienso. Las pongo debajo del gorro. Pesan. Las noto moverse. Avanzan despacio, diente a diente. Se deslizan hasta la oreja. Me están acariciando donde me gusta. Estoy harto, las tiro por una alcantarilla. Libre al fin.

Llego a mi destino. No tengo llave. Me quedo en la calle esperando. Me estoy helando.

(Porcentaje de realidad: 40 %)

domingo, noviembre 14, 2004

Pulpo para una santa

Ayer vinieron a cenar mis abuelos. Como siempre, contaron sus viejas historias, solo que, esta vez, sospecho que eran auténticas. Los dos contaban lo mismo, punto por punto, dándose la razón mutuamente. Es la primera vez que les ocurre, así que debía de ser todo cierto. La historia de ayer hablaba de una chica gallega, que vivía en un pueblo cercano al de mi abuela, en Orense, cuando ella era joven. Mi abuela se recostó en la silla para contarla:

"Se llamaba Antonia..."

-¡Sí, pero todos la llamaban la Santa! -interrumpió mi abuelo. Mi abuela lo hizo callar con un golpecito en la mano.

"Era preciosa", continuó, y mi abuelo asintió mirando al vacío. "Tenía la piel fina, los cabellos largos y los ojos claros. ¡Y era dulce como la miel! Se veía con un novio muy simpático, muy inocente, que le llevaba flores todas las tardes. Ella vivía en una casita vieja del pueblo, muy humilde, porque la familia apenas tenía para sobrevivir.

Un día, cuando nadie lo esperaba, la niña salió corriendo a la calle, en camisón, y exclamó delante de los vecinos:

- ¡La Virgen! ¡La Virgen se me ha aparecido! Y me ha dicho... ¡Me ha dicho que ya no necesito comer nunca más!

Después regresó al interior, se metió en su cama y no se volvió a mover. Fueron allí los guardias civiles, el cura, el maestro y el boticario, pero nadie consiguió hacerla levantar. ¡Y mucho menos comer! Pasaba los días en ayunas, uno detrás de otro, y todos empezaron a temer por su salud. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que sus miedos eran infundados. ¡La niña seguía tan sonrosada y bonita como siempre, o quizá más!

-¡Milagro, milagro! -empezó a escucharse por las calles.

Los vecinos peregrinaban desde los alrededores, le llevaban jabones, dinero, muebles, animales... Parecía aquello un nacimiento. El pobre novio quedó relegado. "Yo la quiero igual, sea santa o cuidadora de puercos" decía, y se iba a mirarla y a adorarla con los demás, a dejar su ramo de flores sin una sola palabra. Ella ya no lo reconocía.

La historia de la niña que no comía se extendió, y llegó gente de todas partes. La humilde casita fue remodelada, los padres empezaron a vestir buenas ropas y compraron nuevas tierras. La familia prosperó.

Un día llegó un señor vestido de negro, viejo, muy amable, que miraba todo con una ternura sobrecogedora.

- Vengo a ver a la niña -pidió.

-¿Ha pedido usted hora? -le preguntó la secretaria que habían puesto a la entrada.

El señor no traía cita, pero esa mirada podía convencer a cualquiera. Allí lo llevaron, al cuarto de arriba. La niña lo esperaba peinada y perfumada. Él cayó de rodillas junto a su cama.

-¡Si supieras lo que he caminado para llegar hasta aquí! ¡Lo que he pasado para poder encontrarte!

La niña sonrió.

-¡Cuanto tuve que sufrir para poder ver tu mano! -exclamó el viejo, y la niña le enseño la mano sin reparos.

-¡Lo dejé todo para venir a tocar tu frente! -añadió, y la niña se dejó acariciar.

-¡Abandoné mi hogar para poder mirar las perlas de tu sonrisa! -continuó, y la niña abrió sus labios de par en par, colorada por tanto halago.

Entonces el hombre metió la mano en un bolsillo y, antes de que nadie pudiera detenerle, sacó un frasco y vació el contenido en la boca de la niña. El vigilante que había allí se abalanzó sobre él y lo separó, pero ya era tarde.

-¡Qué le ha hecho!

-Solo es para provocar el vómito -dijo el viejo.

Y así fue que, antes de un minuto, la santa había echado sobre la cama un plato de pulpo, cuatro rebanadas de pan, dos hojas de lechuga y varios pares de castañas. Aquello parecía un exorcismo, solo que no era un demonio lo que estaban expulsando, sino una virgen.

-¡Joder, ya era hora! -exclamó entonces la niña-. Solo puedo comer por las noches y el pulpo después de las once me sienta como un tiro. Además, necesito que le den un poco de marcha a este cuerpazo serrano que tengo. Me voy a Méjico.

Al día siguiente agarró al novio de las flores y se fueron en un transatlántico de lujo."

Bueno, era algo así. En realidad me perdí el final porque empezaba "Friends" en la tele.

(Porcentaje de realidad: 80%)

sábado, noviembre 13, 2004

El síndrome del pincho moruno

Hoy un amigo me ha hecho cierto comentario sobre el último post, el del topo, al que no he querido dar importancia en principio. Al parecer, él interpretó todo el asunto como una gran metáfora sexual. Siento decepcionar a los que pensaron igual, pero ni siquiera se me pasó por la cabeza semejante significado cuando lo escribí. También he de reconocer que ahora -al leerlo bajo la luz de estas explicaciones de mi amigo-, mi propio post me ha parecido una cochinada de lo más explícita. ¡Anda que la moraleja!...

Lo peor de todo es que no es la primera vez que me ocurre. Un día, este verano, fui a una moraga en la playa. Pusimos unas barbacoas y preparamos unos pinchos morunos, ya sabes, unos trozos de carne pinchados en un palo. Había allí una chica, Paloma, a la que acababa de conocer, y me dijo:

- Comed vosotros más pinchitos. Las chicas no necesitamos tanto.

Y yo, por hacer la gracia, queriendo exagerar lo poco que comen las mujeres, le contesté:

- Sí, las tías con chupar el palo ya os dais por satisfechas.

Y me la quedé mirando con una sonrisilla, esperando que me riera el chiste, que yo aún creía de lo más sofisticado. Ya os imaginaréis la cara que se le puso. De momento casi me da un guantazo. Me enseñó unos ojos de mala leche impresionantes, que me hicieron comprender, y me gritó:

- ¡Conmigo no te pongas merdellón, que a mí a merdellona no me gana nadie!

Aquel fue un buen día, porque conocí a Paloma y aprendí el significado de la palabra “merdellón”. Tuve que esperar a que se le pasara el cabreo y luego, tras mi alegato de inocencia, tuve que volver a esperar a que se le pasara la risa. Al fin se tranquilizó, y me contó que merdellón provenía de una mezcla del francés y del inglés. Me explicó que era la contracción de “merde” y “young” (mierda de joven). Je, je, je, perdona que me ría, me pasa siempre al pensar en esa palabra.

No sé cómo me lo monto pero, cosas parecidas, me ocurren a menudo. Aquel mismo día, bauticé clínicamente mi problema: Lo llamo “el síndrome del pincho moruno”, y aún no sé de qué me viene. ¿Tendré un subconsciente guasón? Desde luego, pero eso lo tiene todo el mundo… Supongo que la diferencia reside en que yo, además, tengo un consciente bastante distraído. A veces pienso que ni siquiera es un auténtico consciente… Quizá tenga dos subconscientes.

Hoy miré el diccionario, y encontré que merdellón proviene, en realidad, de la palabra italiana arcaica “merdellone”, y que significa “criado que sirve con desaseo”. Voy a hacer como que no lo he leído. Me gusta mucho más la explicación de Paloma.

(Porcentaje de realidad: 95%)

viernes, noviembre 12, 2004

Fábula postal

Érase una vez un señor topo, que era ciego por ser topo pero que, además, era sordo. Vivía en una pequeña madriguera en las afueras, y sólo se comunicaba mediante postales escritas en braille.

Una mañana, el cartero se acercó a su buzón y lo rellenó de cartas preciosas. Pero, de tantos sobres que intentó meter, se le cayó al suelo un cartoncito de publicidad, sin que se diera cuenta. Al marcharse, lo pisó por accidente, con tan mala suerte que dejó inscrito sobre él los tacos de su bota, formando la palabra "adiós" en la escritura de los ciegos.

¡Ay, pobrecillo topo, al encontrarlo al mediodía! Allí se quedó, en la puerta, seco de pena. No hubo ni que enterrarlo. Lo empujaron hacia dentro y sellaron la madriguera.

Moraleja: El buzón, cuanto más grande, mejor.

P.D. Perdonad esta obsesión con el correo. No sé que me pasa, supongo que he escrito demasiadas cartas esta última semana.

(Porcentaje de realidad: 50%)

miércoles, noviembre 10, 2004

El correo mató a Romeo y a Julieta

El correo es una de esas cosas tan complejas, que hemos aprendido a no pensar en ellas. La gente, a veces, envía cartas que crean auténticas paradojas, como las crearía un viaje en el tiempo o un verdadero clarividente.

Un tipo, podría escribir una declaración de amor a una señorita. Nada raro, ¿verdad? Pero, ¿no es absurda la situación generada? Durante uno o dos días, el hombre estará declarado, mientras la mujer quizá siga llorando su desdén. Y luego, cuando al fin lo reciba y lo conteste afirmativamente, quizá esté ya él desesperado, y al borde del suicidio.

Ése, señor mío, es el hueco temporal que crea la paradoja. Esas horas monstruosas son un nido de miedos y fantasmas, ¡las culpables de tantas incongruencias! (que conste que es la primera vez que escribo esta palabra ;) a pesar de los testimonios de ciertos individuos e individuas).

Pensad en el hijo de esa pareja preguntándole a sus padres: "¿Cómo fue el día que os declarasteis?"

El padre dirá: "Pues era un lunes nublado, lluvioso, y no echaban nada en la tele".

En cambio, la madre asegurará: "Fue un miércoles soleado, luminoso, y daban un estreno en el canal cinco".

Y el hijo se quedará callado, y asentirá en silencio, y llorará para siempre pensando que sus padres le engañaron, porque nunca llegaron a declararse el uno al otro.

Por eso, querido amigo, reivindico hoy los privilegios para la palabra hablada, con sus 340 metros por segundo de infinita eficacia. Lo siento, pero es que no le perdono al correo -a pesar de todo su encanto de pícaro simpático-, que matara a Romeo y a Julieta.

lunes, noviembre 08, 2004

44 cocacolas

Tengo una debilidad, una adicción. Creo que es muy común, pero no he oído a nadie reconocerlo todavía. Soy un adicto al alivio.

No, no es una nueva droga sintética. Me refiero al alivio común, al que siente la gente cuando se quita los zapatos, o al salir de misa. Me di cuenta el otro día, cuando le contaba a Claudia mi afición a poner el despertador una hora antes de lo necesario. Me explico: Si tengo que levantarme a las nueve, lo pongo a las ocho. Cuando me despierto a las ocho, lo pongo a las ocho y media, y luego, al volver a despertarme, vuelvo a retrasarlo. Es decir, la última hora la duermo racheada.

Resultó que ella hacía lo mismo, no soy tan raro como creía. Estuvimos pensando cuales podrían ser nuestros motivos para hacer semejante cosa, y ella sugirió que la culpa era de los buenos propósitos del día anterior. Al acostarnos decimos: "Mañana voy a cambiar mi vida. Me despertaré una hora antes y haré todo aquello que siempre quise hacer". Por la mañana, mientras retrasamos la alarma media vuelta, nos reímos del pobre iluso que éramos apenas unas horas antes.

Yo creo que tiene razón, esa es la causa, al menos en principio. Pero no me quedé del todo satisfecho. En mi caso, hay algo visceral, más allá de esa sensata verdad. Tenía que haber alguna necesidad biológica de por medio.

Estuve dándole vueltas y llegué a la conclusión de que me gustaba mucho dormirme, pero no tanto estar dormido. Quizá por eso ponía el despertador antes. Así podía dormirme muchas veces en un solo día. Casi me convenzo, pero no... Había algo más.

Esta mañana, como siempre, me desperté una hora antes de lo necesario, al primer timbrazo del despertador. Por suerte, recordé al instante la misión que me había encomendado al acostarme: Autoanalizarme en el momento preciso, y así averiguar por qué hacía lo que hacía. Y lo averigüé.

Lo que sentí al despertarme fue rabia. Muchísima rabia. Y tristeza, y desesperación, y desamparo... No hace falta que nos rechace nuestra amada, ni perder la fe en nuestro Dios, para sentir todo eso. Algo mucho más mundano puede conseguirlo: Basta con que nos despierten.

Entonces -estarás pensando-, ¿eres un adicto a la rabia, a la tristeza y a la desesperación? Puede, pero no tiene nada que ver con lo de esta mañana. Porque lo verdaderamente importante, lo que me seduce y me empuja a hacer la misma idiotez cada día, es la sensación que vino después, al mirar el reloj. Sí señores, estoy hablando del alivio.

Hoy mis amigos y yo fuimos a un restaurante a cenar. Cuando el camarero vino con la cuenta, nos dio un susto terrible. Sobre todo a mí, que no llevaba dinero suficiente. Pasé una vergüenza espantosa, que duró todo un minuto. Hasta que, de pronto, Gloria dijo:

-¡Pero si nos han apuntado 44 cocacolas en lugar de dos!

Al salir, abracé al camarero y le di las gracias por el error.

(Porcentaje de realidad: 90 %)

domingo, noviembre 07, 2004

Scrabble

Hoy...

...Conocí a una mujer que tenía que fregar los cacharros en Noruega. Hablamos durante 5 horas.

...Me habló una chica muda que tenía una voz preciosa.

...Conduje por carreteras a oscuras, con las montañas a un lado y al otro, el mar.

...Jugué al scrabble con dos chicas encantadoras, a las que quería impresionar con mis buenos modales, y construí "cagar" sobre un triple tanto de palabra.

...Recibí cartas en las que me decían que había acertado dos de dos.

¿Para qué inventar nada entonces?

(Porcentaje de realidad: 100%)

viernes, noviembre 05, 2004

Sucedáneo de calor

¿Se acabó el verano?

Los que habían venido de vacaciones se marcharon, y los hoteles quedaron vacíos. Dejaron de poner los colchones en las hamacas de la playa, cerraron los chiringuitos, salieron los anuncios de "la vuelta al cole" y se acabó el gran Prix... Pero mi verano aún duraba. Me quedaba un as en la manga.

Luego empezaron las clases, las colas en las papelerías, la gala de otoño en antena 3 y los cocidos de garbanzos al mediodía... Pero yo me decía ufano: “¡aún no, aún no! No podréis conmigo. ¡Me queda un arma secreta!”

Poco después, cambiaron la hora y me quitaron el sol de las siete. Dejamos de sentarnos en la terraza de la tetería y empezamos a llevar un jersey colgado del brazo, por si refrescaba. “¡Ya empieza a hacer frío!”, escuchaba de vez en cuando. Pero yo me limitaba a asentir con una sonrisilla.

Ayer entré en mi cuarto por la mañana y me puse a estudiar. Tenía mucho frío, y escuché la voz de la Calefacción, por primera vez en este año:

-¿Es por mí, verdad? –me preguntó burlona.

Yo, temblando sobre las integrales, intenté responderle con indiferencia.

-No sé a qué te refieres –le dije sin mirarla.

-Es por mí, ¿a que sí? –insistió-. Crees que, mientras no me enciendas, aún será verano, ¿no es cierto?

No pude contestarle. Intenté taparme la cara con la mano, para que no me viera asentir con la mirada.

-No merece la pena –continuó el aparato-. Lo estás pasando mal. Te estoy viendo temblar como un cachorrillo. Ven aquí, yo te cuidaré, solo tienes que pulsar un botón.

Yo me levanté de golpe, con determinación, y grité:

-¡No, no, no! ¡Aún es verano!

-Eso no es cierto. ¡Mira por la venta, observa la calle! Hace viento, la gente va abrigada. ¡Hasta está lloviendo un poco! Ya pronto empezarán los anuncios de juguetes y los ensayos para la cabalgata.

-¡Pero yo quiero que sea verano! –lloriqueé.

La calefacción me dedicó una sonrisa maternal.

-Ven aquí, enciéndeme, no tengas miedo. Fabricaremos nuestro propio verano.

Ahora que la he encendido, ha dejado de molestarme. Desde que esa voz susurrante se interrumpió, he vuelto a pensar con claridad. El ambiente está caldeado, pero no es un calor de verdad. Solo es un sucedáneo de calor.

Aún me duran las integrales. Me refugio en ellas para no tener que reconocer mi poca voluntad. Me dejé convencer por un triste electrodoméstico… Con cuidado de que no me vea, me acomodo un poco el pantalón y sonrío. Esta mañana me he puesto el bañador por debajo.

(Porcentaje de realidad: 20%)

jueves, noviembre 04, 2004

Telefonofobia

Ayer, sobre las 9, mi prima Ana me llamó por teléfono. Me pilló en la biblioteca, y no pude coger el móvil en el momento, así que salí a la calle, busqué un banquito solitario y protegido, y le devolví la llamada. Era ya noche cerrada, y había una brisilla gélida que se paseaba entre los edificios gigantes de la universidad. Son edificios lisos, sencillos, poco más que formas geométricas. Bloques sin detalles, que casi recuerdan a una maqueta. Me sentí, un poco, como el protagonista de una postal, allí acurrucado, charlando en un susurro con alguien que me hablaba desde muy lejos, a cientos de kilómetros. A veces el frío provoca ese espejismo de trascendencia.

En fin, que se me va la pinza. Lo que quería contarte es que me quedé casi sin palabras. Tenía muchas ganas de hablar con mi prima, y me encantó que me llamara, pero no supe que decirle. Casi me limité a escucharla, haciendole alguna broma ridícula de vez en cuando, para que supiera que no me había marchado. No es que haya nada de malo en escuchar. En realidad, creo que debería hacerlo más a menudo. Sin embargo, me quedé un poco preocupado. ¿Cómo pude quedarme sin palabras? En cuanto colgué, se me ocurrieron un montón de cosas que contarle. ¿Por qué no se me habían ocurrido antes? Me temo que es por culpa de mi telefonofobia.

Cuando era pequeño, llamé en una ocasión a mi abuelo, con el viejo teléfono que teníamos en casa. Era uno de esos aparatos en los que se marcaba girando una pieza circular con agujeros (algo que aún hoy me sigue pareciendo terriblemente difícil). Mi abuelo descolgó y yo le dije:

-¡Hola abuelo!

Inmediatamente, él me contestó:

- Perdona, pero yo no soy tu abuelo.

Yo le había reconocido la voz sin ninguna duda. Además, estaba acostumbrado a aquellas bromas. De hecho, cuando mi abuelo llamaba a la puerta y preguntábamos "¿Quién es?", él siempre decía "¡El loboooo!". Con semejantes antecedentes, comprenderéis que no le creyera; así que insistí:

- Sí que eres mi abuelo. Yo te conozco y sí que eres mi abuelo.

Y él, riéndose, volvió a decir:

- Mira, que no soy tu abuelo. Que yo no tengo ningún nieto.

Más o menos con éste diálogo nos pasamos más de diez minutos. Le dije unas cincuenta veces que lo dejase de una vez, que sí que era mi abuelo y que a mí no me engañaba. Y él, dale que dale con que no tenía nietos. Así hasta que mi madre, que me estaba oyendo desde la cocina, se mosqueó y me cogió el teléfono.

-¿Quién es? -preguntó. Durante unos segundos terribles la miré paralizado. Por fin, añadió:

-Pues perdone usted, el pobre se ha confundido. Creía que estaba llamando a su abuelo... Sí, sí, ya le he oido... es que es muy pequeño. Lo siento.

Me invadió una oleada de vergüenza que me recorrió el cuerpo de arriba a abajo. Me dio un calor por arriba y un frío por abajo, que se convirtieron en pánico cuando se encontraron en el medio. No era tan grave, pero los niños tenemos esas cosas. Me sentí tan terriblemente tonto y ridículo que eché a correr. Como mi casa era pequeña, me puse a correr alrededor de la mesa de la cocina que, por cierto, tenía forma de pista de atletismo (no me preguntéis por qué. En los ochenta casi todos los objetos tenían formas extrañas).

El caso es que, desde entonces, tengo una fobia terrible a llamar por teléfono. No puedo evitarlo. Algo en mi subconsciente sabe que, cada vez que diga una palabra al aparato, alguien al otro lado se va a partir de la risa. Algún día lo superaré. Espero que sea antes de jubilarme.

(Porcentaje de realidad: 95%)

miércoles, noviembre 03, 2004

El estudiante que surgió del frío

Ayer prometía ser un día gris, ya sabes, uno de esos martes de noviembre, con todo su frío, su tristeza y su aburrimiento. La clase de día que uno teme encontrar cuando pretende escribir un diario interesante. Mi maravilloso plan de pasar toda la tarde en la biblioteca no parecía que fuera a mejorar las cosas. Incluso me había colocado ya la cara de tipo serio / duro / bobo, esa que se me pone cuando estoy rodeado de desconocidos y no pretendo volver a reirme en unas cuantas horas. Por suerte, me llevé una sorpresa.

Entré en la biblioteca sobre las cinco y media y me encontré un extraño espectáculo. En el hall, trabajaban varios individuos, vestidos con trajes herméticos y máscaras, como los científicos de E. T. Habían desplegado un sin fin de artilugios, todos de color blanco, con misteriosas marcas de peligro en amarillo y negro. Por un momento pensé que se trataba de artificieros, o peor aún, desratizadores. Pero luego me di cuenta de la verdad:

Había al menos cincuenta ejemplares de estudiante en el hall, todos ellos utilizando ese artilugio propio de su especie: el móvil. Los científicos eran rusos, provenientes de la hermosa región de Chernobil, y habían venido porque en su tierra no encontraban niveles de radiación tan altos como los nuestros, y querían experimentar. Al parecer, alguien les había dado el chivatazo de que, en una remota región del sur de Europa, los estudiantes se dedicaban a radiar como posesos. Tuve que atravesar el invierno nuclear sin protección. Temo haber quedado estéril en la hazaña, aunque solo temporalmente. Los varones tenemos esa suerte.

Mi aventura con los móviles aún no había terminado. Cuando ya estaba sentado dentro, bien acomodado en la silla, con los libros sobre la mesa y dispuesto a pasar la tarde mirando a la gente de alrededor, volvió a ocurrir algo inesperado. Una chica, que estaba sentada en una mesa cercana, se levantó y se fue corriendo al servicio. La pobre (que no debía de estar estudiando precisamente una carrera relacionada con la acústica), pensaba que la puerta abierta del baño representaba una barrera infranqueable para el sonido. Nada más entrar, todos los que estábamos en la biblioteca pudimos oirla marcar un número de teléfono y decir a grito pelado:

- Joeee, tía, que fuerte, te lo juroooo.

El despotorre fue generalizado. Se ve que nadie estaba demasiado concentrado en sus estudios, porque nos echamos todos a reir al mismo tiempo. De momento, solo fueron un par de carcajadas secas, pero la cosa aún no había terminado. La del baño añadió:

- Jo tía, date prisa, tienes que traerme algo para depilarme. Hay un tío monísimo delante mío y no hace más que mirarme los pelos de los sobacos.

Y ahí sí que se montó ya. La carcajada empezó por una esquina de la biblioteca, avanzando rápidamente, como un enjambre de abejas. Primero solo por nuestar sala; después, a medida que unos se lo iban contando a otros, por todas las habitaciones y todas las plantas. Las risotadas eran tan fuertes y tan abundantes que el edificio entró en resonancia y tembló, aunque casi nadie se dio cuenta porque estabamos todos muy concentrados en no mearnos encima. En realidad, el único que no se reía era el tipo que había estado sentado delante de la chica del servicio, y cuyo rostro radiaba un color rojo intenso (un rojo que yo solo había visto antes en cierta jugadora de voley-playa que conozco).

Lógicamente, estudiar era ya imposible. Todos los estudiantes nos juntamos y nos fuimos por ahí a tomar algo. Por desgracia, el grupo era demasiado numeroso y -como nadie conocía a nadie- no fuimos capaces de mantenerlo unido. Cuando me quise dar cuenta, me había quedado solo, en mitad del anchísimo bulevar que atraviesa la Universidad.

Hacía frío, el clásico frío de un martes de Noviembre. Me metí las manos en los bolsillos, comencé a silbar "What a wonderfull world" y emprendí el camino de vuelta hacia mi casa.

(Porcentaje de realidad: 40%)

martes, noviembre 02, 2004

Happy Birthday, Mr. President

Perdonad que haya escrito el título en inglés. Es un truco rastrero para conseguir que esta página tenga más visitas.

A lo que íbamos: Hoy ha sido mi "no cumpleaños" y lo he celebrado junto al coleguilla Vicente. ¿Que por qué le llamo "no cumpleaños"? Espero que nadie se enfade cuando se entere, pero la verdad es que falta mucho para mi auténtico cumpleaños. He aprovechado que mis amigos me conocen desde hace solo unos meses, para colarles este cumpleaños de mentira. Te estarás preguntando por qué he hecho semejante cosa, ¿no es así?

¿Habrá sido por los regalos? No lo creo. Me han encantado, pero he sufrido enormemente al recibirlos. Nunca he sabido poner cara de recibir regalos.

¿Lo habré hecho para poder lucir la tarta que preparé ayer? No, porque ya sabía que todos iban a darse cuenta de quien había sido su auténtica creadora (gracias mamá).

¿Quizá para reunirme con los amigos? En principio parece una razón convincente, pero la verdad es que me habrían invitado de todas formas a la fiesta del Vicen y me habría ahorrado el curro, las compras y el estrés.

La verdad es que hay una única respuesta. Una ridícula, preocupante y -sobre todo-, vergonzosa respuesta para esa pregunta: Lo he hecho porque quería soplar unas velas.

Sí señor, quería soplarles a unos palos de cera pinchados en un estúpido bizcocho, y no dudé en engañar a algunas de las mejores personas que conozco para conseguirlo. Pero el que está ahí arriba, que es un cachondo mental cuando se lo propone, se enteró de mis malas artes y quiso hacérmelas pagar. Al terminar el "Cumpleaños Feliz", en el preciso instante en que acabé de hinchar mis mofletes, vino una ráfaga de viento y sopló las velas por mí. Lo peor de todo es que, por culpa de mis malos reflejos, me puse a soplar medio segundo después, y todos creyeron que había sido yo quien las había apagado. Levanté las manos para detenerlos y explicarles su error, pero ya era tarde: habían empezado a aplaudir, a traer los cuchillos y a poner los platos.

Me he pasado el resto de la tarde ensimismado. Y es que hay una duda que me está martirizando desde entonces: puesto que Dios ha soplado las velas por mí, ¿se le habrá cumplido a él mi deseo? Espero que no; no me gustaría que, por mi culpa, tuviera que romper su voto de castidad.

Hay un par de cosas más que contar sobre el día de hoy, pero sé de buena tinta que sus protagonistas van a mirar este blog. Me lo guardaré para otro día, cuando se aburran de leerme. Un abrazo, guapas.

(Porcentaje de realidad: 75%)

lunes, noviembre 01, 2004

Rico, rico

Ejem, no es que quiera dármelas, pero a partir de ahora preferiría que me llamarais "el chef". En efecto, acabo de descubrir mi faceta culinaria, y he quedado muy sorprendido de mi destreza. He creado dos exquisiteces, tan deliciosas como sofisticadas. También he de reconocer que la metodología no fue la más ortodoxa, aunque los resultados acabaran siendo los más satisfactorios posibles.

Había empezado bien, pelando los pimientos y calentando el agua para la gelatina. Me había puesto un delantal muy mono (lo cual se está convirtiendo en una comprometedora costumbre) y había distribuído todos los chismes por el mesado. Por un instante me sentía grande, importante, como si fuera a preparar la fórmula de la vida eterna, y no una miserable ensalada de pimientos, o esa receta de flan de queso y gelatina, descubierta en tiempos remotos en una tarrina del San Millán. ¡Ay, que gran momento! Que sensación de poder y control ofrecen los ingredientes bien organizados sobre una mesa...

Os aseguro que habría podido llegar hasta el final por mi cuenta, si las cosas no se hubieran torcido de la manera en que lo hicieron. ¡Ay, cruel capricho del destino! Lo peor es reconocer que mi abuela tenía razón. Mira que me había dicho que, si no sé preparar una cosa, no debo preparar tres a la vez. Pero no, no fue culpa mía. Aún no alcanzo a comprender como tantos procesos independientes pudieron concurrir de una forma tan precisa. En efecto, exactamente en el mismo instante, en la misma hora, el mismo minuto, el mismo segundo y la misma décima, ocurrió lo siguiente:

- Se quemaron los pimientos.
- Hirvió la gelatina y se salió del cazo.
- Se cayó el San Millán y se esparció por el suelo.
- La batidora se atascó en la nata montada y explotó, soltando una nube de humo y chispas que convirtieron la cocina en el corazón de una tormenta eléctrica.
- Pusieron "obsesión" en la radio.
- Me dio la risa.
- Mi madre entró y lo vio todo.

Con la excusa de ir a buscar una batidora en funcionamiento, escapé habilmente a casa de mis abuelos. Entré en su piso con un alivio que no recordaba desde el día en que quitaron la bruja avería. Mi abuela me puso cocacola fresquita y me dio sabios consejos de cocina. Mientras tanto, mi abuelo, tras explicarme las distintas categorías de los dátiles (¿sabías que hay 14?), me ofreció algunos ejemplares de la mayor calidad, que acabamos disfrutando sentados en los butacones del salón. Después, revisamos algunos mapas y diarios, que mi abuelo guarda desde sus viajes por el caribe y la selva amazónica. Antes de marcharme, juramos, una vez más, que algún día regresaríamos a por los tesoros abandonados.

Cuando volví a casa, los pimientos estaban asados, los chismes limpios y el postre en su molde. Y es que, para un cocinero de mi nivel, solo hay una regla de oro:

"Mamá lo hace mejor".

(Porcentaje de realidad: 65%)