miércoles, marzo 30, 2005

Esposa de repetición

Mi primo Zacarías era un tipo tranquilo y de conversación agradable, que tuvo la mala suerte de casarse con una mujer-radio. Ella se llama Inés. Aún nos cuesta entender como el pobre pudo acabar al lado de semejante loro, con lo sensato e inteligente que parecía. Resulta que el amor no es solo ciego, sino también sordo.

La mujer de mi primo Zacarías debe de tener el record mundial de sílabas por minuto. A poco que ocupen las palabras en la cabeza, Inés puede hacértela rebosar en cuestión de segundos. Hablar con ella (escucharla a ella, mejor dicho) se parece a esa tortura china en la que una gota de agua cae sobre la frente del reo durante días. Solo que, en este caso, la tortura está concentrada: El primer minuto, la escuchas convencido de que podrás soportarlo, ¡al fin y al cabo son solo palabras! Pero al cabo de media hora ya no oyes palabras, sino obuses que impactan contra tu cerebro sin ninguna precisión, aquí y allá, como una lluvia de yunques. El movimiento de sus labios se convierte en el vaivén de una ametralladora descontrolada, como si alguien hubiera colocado un palito presionando el gatillo y se hubiera marchado a tomar un café.

Mi primo Zacarías, como ser humano que es, se adaptó a la nueva situación. Como casi nunca le dejaban hablar, tuvo que perfeccionar su lenguaje para expresar todo lo necesario en los breves instantes de silencio que le concedían. Poco a poco su técnica fue mejorando. Podía concentrar todos sus pensamientos y sensaciones en frases de apenas cuatro palabras. Sustituyó la cantidad por la calidad, hasta que la precisión de su lenguaje se hizo casi insoportable. Podía alegrarte o deprimirte con un solo sustantivo, hacer callar a sus enemigos con un solo adjetivo o seducir a las mujeres con un solo verbo.

Un día, Inés abandonó a mi primo Zacarías. Decía que no la escuchaba. Zacarías se vino abajo y se aisló del mundo. Pasaba la mayor parte del tiempo en casa, o bebiendo en silencio en la zona más ruidosa del bar de su calle. Todos en la familia le teníamos algo de lástima, y comenzamos a visitarle a menudo. Solíamos encontrarle acurrucado en un sofá, con la televisión y cuatro aparatos de radio encendidos al mismo tiempo.

Lo peor de todo es que, desde entonces, no volvió a hablar. Se quedó mudo como una jirafa y, aunque nos tenía a todos muy preocupados, ninguno nos atrevimos a presionarle para que saliera de su mutismo. “¡Ya hablará!” decían, pero pasaban los meses y mi primo no pronunciaba palabra. “Zacarías Keaton”, empezaron a llamarle en el barrio.

–¿Por qué no quieres hablar? –le pregunté por fin una tarde, durante una de mis visitas–. Lo hacías de maravilla.

Inesperadamente, mi primo contestó:

–Porque ya no es un desafío.

(Porcentaje de realidad: 40%)

martes, marzo 22, 2005

Informe 000000001.1

Siento no haber escrito en todos estos días, estuve de expedición. Después de casi veinticinco años en este lugar, el Alto Mando comenzaba a impacientarse por los resultados de la operación, y no me quedó más remedio que salir ahí fuera para completar los últimos detalles de mi informe. He hecho algunos hallazgos de interés. A saber:

-Definitivamente, el teléfono móvil ha desplazado al ser humano como especie dominante en el planeta.

-La mejor forma de gastar el tiempo siendo persona es coger olas en la playa.

-Cualquier plan del Alto Mando para dominar la Tierra debe ser abortado: no hay Dios que domine este sitio (véase la definición de “Dios”en el glosario anexo al informe).

-Los pies siguen siendo un engorro para caminar, pero da gustito meterlos en el agua fría en primavera.

-El tabaco perjudica seriamente la salud.

-El número de desnudos en televisión alcanza ya la nada despreciable media de tres por minuto. En breve se alcanzará la frontera de los cinco por minuto y podremos empezar a considerar al ser humano una especie civilizada (tal como estableció el Consejo de Ciencias en su “Socilógicum Clasificae”, artículo 134).

-Las personas están solas, pero se juntan unas con otras para disimularlo.

-En la Tierra se pueden comer fresas con chocolate en público, y a nadie parece escandalizarle. No está considerado indecente ni obsceno, ni siquiera cuando se practica en grupos.

La obtención de estos datos (y otros más técnicos y secretos que figuran exclusivamente en el informe para el Alto Mando) me ha exigido una gran labor de investigación e infiltración. La tensión de verme sumergido entre estos seres, tan fascinantes como peligrosos, ha sido casi insoportable. He tenido que recurrir a todas las habilidades sociales aprendidas en los cursillos. Hasta ahora he sobrevivido a duras penas, pero no respondo de los resultados, ni de mi seguridad, en adelante, pues he sacrificado hasta el último de mis recursos. El domingo me gasté el chascarrillo de emergencia. No sé que ocurrirá la próxima vez.

(Porcentaje de realidad: 60%)

martes, marzo 15, 2005

La gran mentira del libre albedrío

Yo querría creer en el libre albedrío. Me gustaría pensar que soy libre para tomar decisiones, que existe algo no determinista en el interior de mi mente. No quiero pensar que soy una máquina de estados, como las que se usan en electrónica digital. ¿Sabéis lo que es una máquina de estados?



La máquina puede encontrarse en cualquiera de los posibles estados. Para una cierta entrada (In), la máquina dará una salida (Out), en función del estado en el que se encuentre. Por ejemplo, si estoy en el estado “Dormido” y recibo la entrada “¡Levántate ya que son las diez!”, se producirá la salida: “¡Joeeeeeee!" y la máquina pasará al estado “Despierto pero empanao”.

El otro día estaba repasando los apuntes de una asignatura de hace tres años y, al leer una de las líneas, se me ocurrió un chiste tonto. Lo escribí en la esquina inferior de la hoja, para que no se me olvidara. Me equivoqué al escribir una "f" y puse una "l", así que tuve que hacer un pequeño tachón. Cuando pasé de página encontré, en la esquina inferior de la hoja siguiente, el mismo chiste, de mi puño y letra, palabra por palabra. La inclinación de las líneas era idéntica y había un tachón delante de la f.

Me gustaría pensar que no soy una máquina de estados, pero ni siquiera soy libre para elegir lo que pienso.

P.D.: Aprovecho para darle las gracias al profesor de métodos numéricos por haberme recordado la belleza de vivir: cada minuto que paso fuera de sus clases me parece el más feliz de mi existencia.

(Porcentaje de realidad: 95%)

viernes, marzo 11, 2005

11 céntimos por palabra (2ª parte)

Este es el cuento del concurso. No seáis muy duros.

LA SEÑORA EDDA

Vivo en un piso pequeño de la capital, en una calle secundaria de un barrio secundario. Me llamo Irene Díaz, y me mudé aquí para poder estudiar arquitectura en la universidad. Prefería vivir en mi pueblo, aquí no conozco a nadie. Nunca he sido una chica muy social pero, desde que me trasladé, estoy prácticamente sola. No he conseguido hacer amigos en la escuela, aunque tampoco lo he intentado. La verdad es que la única persona con la que hablo aquí es con mi vecina, la señora Edda.
La señora Edda es una anciana, tiene casi noventa años (los cumple en junio). Vive al otro lado del rellano. La conocí el día que llegué. Recuerdo que subí con las maletas y me encantó su puerta. Aquí todo está viejo, y medio abandonado, pero su puerta es nueva, esmaltada en blanco, y tiene líneas doradas incrustadas. El pomo es de cristal tallado. Me quedé embobada con el llamador, que tiene forma de angelote, y me puse a juguetear con él. De tanto darle vueltas, se me escurrió y golpeó la puerta. La señora Edda abrió en seguida, sorprendiéndome en mitad del pasillo con todos mis bártulos. Estaba sentada en su silla de ruedas y, como no me lo esperaba, me sobresalté al encontrar su cara tan abajo. Por encima de su figurita frágil el apartamento se veía oscuro. La intensidad de la luz vibraba en el interior, al ritmo irregular de un televisor.
-Hola –le dije-, soy Irene Díaz, su nueva vecina.
Ella me miró de arriba abajo, por encima de sus gafas de pasta, y creo que le parecí bien.
-Pasa querida –dijo-. No vas a quedarte en el pasillo todo el día, ¿verdad? Tomaremos una copa.
-Lo siento, tengo que guardar mis cosas. Es que acabo de llegar, ni siquiera he abierto la puerta de mi apartamento…
La señora Edda guiñó los ojos y me interrumpió, levantando un nudoso dedo índice.
-¡Haremos como si aún estuvieras de viaje! Considera esto una parada en el camino, como un motel de carretera. Así parecerá que el viaje ha sido mucho más largo. ¡Los viajes de ahora son tan breves! Adoraba los que duraban días, cuando había que trasnochar en un vagón perdido en mitad de ningún sitio. Ven, pasa, empuja tus maletas. ¿Has visto “El expreso de occidente”? Es una película de Geena Hayworth. Aquello si eran viajes... Venga, entra, la veremos juntas, te gustará.
El piso de la señora Edda es genial. Es enorme, creo que en realidad son dos apartamentos unidos. Hay libros por todas partes, y rollos de película formando pilas en cada esquina. En el centro de la sala de estar hay un proyector de cine auténtico. En lugar de un televisor normal, tiene una gran pantalla de tela blanca, que cubre toda una pared.
La señora Edda rebobinó la película que había en el proyector y la cambió por una nueva, que había sacado de una vieja lata de metal. La habilidad con la que sus dedos huesudos manipulaban la máquina me dejó boquiabierta.
Creo que aquella fue la primera vez que vi una película entera en blanco y negro. Y tenía razón, sí que me gustó. Me gustó la forma de caminar desgarbada de Geena Hayworth por los salones del expreso, inconcebiblemente grandes, sin temblores ni baches, como tendrían que ser de verdad los viajes en tren. Me gustaron las miradas brillantes por el humo de los cigarrillos, las lámparas de araña, los sombreros de copa y los guantes por encima del codo. Y me gustaron las frases, de apenas ocho palabras, que lo decían todo justo antes de los besos.
Cuando se terminó, la señora Edda me dio a elegir entre otras dos películas: “África” y “El Color de la Sangre”.
-“África” es una historia de amor sin límites en una tierra virgen y salvaje, y Geena sale fabulosa -me explicó-. Y “El Color de la Sangre” es una bellísima tragedia en la Roma de Nerón. Es maravilloso como muere Geena al final, atravesada por una lanza. ¡Lo hace con tanta delicadeza, sin una gota de sangre!… Ojalá el día que yo me muera lo haga con esa elegancia.
-¿Siempre ve películas de Geena Hayworth? –pregunté.
-¿Por qué iba a ver otra cosa? –Contestó la señora Edda, realmente sorprendida-. Si quieres aprender a ser una mujer, obsérvala a ella. No hay ninguna que le llegue a la suela del zapato.
-“El color de la sangre” entonces –dije yo-. Hoy aprenderemos a morirnos con elegancia.

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Se acerca ya el examen de estructuras. Le tengo pánico a ese examen, ya lo he suspendido dos veces. Si lo apruebo, le pondré una vela a algún santo, aunque no estoy segura de a cuál, porque no sé para qué sirve cada uno. Tengo la cabeza embotada de hacer problemas y creo que estoy perdiendo el contacto con la realidad. Ayer no pude aguantarlo más y me tomé un descanso para ir a casa de la señora Edda. Lo hago a menudo, nos vemos tres o cuatro películas a la semana. Hace tiempo que se nos acabaron las de Geena Hayworth, pero no importa, las vemos otra vez.
-¿Un terrón de azúcar o dos? –me preguntó la señora Edda desde la cocina. Sabe perfectamente que no tomo azúcar, pero le encanta hacer esa pregunta.
-No, gracias, hoy lo tomaré sin nada –le contesté.
Mientras tomábamos café y pastas vi en el periódico el anuncio de un ciclo de cine clásico, que daban en la universidad.
-Echan “África” esta noche en la facultad de Económicas –dije-. Y es gratis.
-No hables con la boca llena, querida –me regañó la señora Edda. Cogió su taza de café con dos deditos, tomó un sorbo y añadió:
-Pero esa es una idea maravillosa. Además, tengo ganas de estrenar mi sombrero nuevo. ¡Oh, vaya, pero si estoy hecha un desastre! Tengo que vestirme y maquillarme. Llevaré ese delicioso vestido negro… ¿Podrías pasarte dentro de una hora?
Fui a casa, repasé un rato los apuntes y miré en Internet, cuatro veces, la hora del examen. En efecto, seguía siendo a las ocho y media. Luego me puse los carísimos vaqueros que me compré la semana pasada (los culpables de que esta semana solo pueda ir a cines gratis) y una camiseta blanca que, por qué no decirlo, me queda estupendamente.
Cuando volví a casa de la señora Edda se me abrieron los ojos como platos. En primer lugar porque estaba de pie. Y, en segundo lugar, por las pintas que llevaba: se había puesto un traje negro viejísimo, que le estaba enorme, aunque seguramente le había quedado genial cuando era joven (y cuando uno podía llevar esos vestidos sin que parecieran un disfraz). Se había pintado la cara como una puerta y llevaba una pamela de terciopelo, inclinada sobre el ojo izquierdo. Creo que se dio cuenta de lo que yo estaba pensando, porque levantó la barbilla y me dijo:
-Quizá vaya algo recargada, pero tampoco es que tú seas la reina de la elegancia, querida.
-No sabía que pudiera usted caminar -observé.
-Y no puedo –dijo ella-, así que será mejor que me acerques esa silla.
Me pareció que se tambaleaba un poco y corrí a ayudarla. Cuando por fin se sentó, daba la impresión de estar agotada. La reprendí con la mirada y se encogió de hombros.
-Quería verme en el espejo –declaró-. Alguien tenía que admirar este vestido, antes de que volviera a guardarlo, o el pobre se moriría de pena.
Aún faltaban algunas horas para la película, así que nos fuimos a dar una vuelta por ahí. Empujar una silla de ruedas es mucho más cansado de lo que parece, pero la conversación de la señora Edda te hace olvidar hasta el dolor de pies. Nos pasamos un buen rato caminando por la calle principal, burlándonos entre nosotras de la gente con la que nos cruzábamos. Después la llevé al “Montmartre”, una zona de tiendas pseudo-bohemias que descubrí hace tiempo. En realidad, casi todo lo que venden allí es ropa para pijos que quieren parecer menos pijos, pero al menos tienen los escaparates llenos de chismes de colores, y eso siempre me ha gustado. La señora Edda compró una estola blanca espantosa, que aún conservaba la cabeza de algún bicho, y una postal preciosa de James Dean. También compró un sombrero para mí, porque decía que una dama sin sombrero no es una dama. Elegí uno de color rojo chillón, con letras tipo graffiti. Creo que no le gustó nada, pero dijo que era “encantador”.
Luego, la señora Edda decidió que era su turno para elegir destino. Me llevó a una cafetería fantástica en el centro, con adornos de madera y bollos en el escaparate, de esos que hipnotizan a los niños mofletudos en los anuncios de Navidad. Pedimos un te americano, con una pizca de ginebra (la señora Edda dice que es mano de santo para la anemia). Nos la sirvió un tipo muy viejo, arrugadito como una pasa, con el bigote rizado hacia arriba igual que el de Dalí. Saludó a la señora Edda diciéndole “¡Tú por aquí, nena!” y ella le guiñó un ojo. Estuvieron un rato charlando en voz baja. Aunque no entendí lo que decían, noté que los dos tenían los ojos brillantes y la mirada perdida, quizá puesta en otro tiempo. No sé si fue el aire frío de la calle, el olor a madera vieja del local, o el sonido atronador de la cafetera exprés, pero el té me supo como nunca.
-Tienes una cara muy bonita –me dijo la señora Edda, cuando el señor del bigote se marchó-. Tú podrías haber llegado a ser Geena Hayworth.
-No, señora Edda –contesté-. Yo quiero ser arquitecto.
Por fin dio la hora y nos acercamos hasta la sala de cine. Estaba llena de gente. Todos eran chavales jóvenes, seguramente universitarios. Reconocí a algunos de mi escuela, pero no saludé a nadie.
-¡Vaya! –Exclamé-, está a tope, qué cosa tan rara.
-¿Qué tiene de raro? –preguntó la señora Edda.
-Bueno –repuse-, es una película muy vieja, y en blanco y negro… Y todos estos parecen tan críos… Para mí que solo han venido porque es gratis
La señora Edda levantó sus delgadas cejas
-Tú también pareces una cría –repuso un poco malhumorada-. Además, es una buena película.
-Usted si que es una cría, señora Edda –añadí yo. Me sonrió y se apagaron las luces.
Yo ya había visto la película tres o cuatro veces, pero en esta ocasión me pareció diferente. Me emocioné más que nunca. Me la creí. Entré con todos mis sentidos en aquella selva gris, fabricada en Hollywood; pisé con mis propios pies la tierra virgen de cartón piedra; me enamoré del protagonista y temblé cuando el león rugió a lo lejos. A mi alrededor, el público parecía hechizado. Un cocodrilo hundió al porteador bajo el agua del río y el cine entero gritó horrorizado. El chico salvó a Geena y todas las parejas se dieron la mano. Había algo en el ambiente, una especie de vínculo entre los espectadores, como si todos nos hubiéramos convertido en fervientes discípulos de una poderosa religión. Cuando, finalmente, el “The End” se iluminó en la pantalla, la sala entera se puso en pie y rompió a aplaudir.
-¡Es increíble, señora Edda! –exclamé-. ¡A la gente le encanta! ¡Todavía les gusta!
Miré a la señora Edda. Estaba acurrucada en su butaca, con las manos juntas en el regazo. Su vestido de medio siglo, la expresión soñadora de sus ojos, su sonrisilla nostálgica... Por un momento, me pareció una superviviente, la última de una especie. Como un testigo de un tiempo que se acaba, asomándose, a través de un agujerito, al mundo que lo reemplazó. Dos gruesas lágrimas caían por sus mejillas arrugadas.

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El lunes, al regresar del examen, me encontré a la señora Edda en la cama. Mientras me explicaba que no se había levantado en todo el día, se desmayó durante unos segundos. Llamé a un taxi y nos fuimos al hospital. Ella se dejó llevar sin ninguna queja, aunque me pidió que no me olvidara de su maquillaje. Hizo todo el trayecto con el dorso de la mano apoyado sobre la frente, suspirando. En el hospital, el médico le hizo un breve reconocimiento y después la ingresaron.
Me pasé la noche sentada en un banquito del pasillo. La señora Edda se había dormido. Supuse que le habían dado algo, porque es imposible que nadie se duerma con tanto chisme enchufado en el cuerpo. Sobre la una, vino un médico y me preguntó si la señora Edda era mi abuela. Le dije que no, que sólo era su vecina, y me pareció que se extrañaba mucho. Se marchó sin decirme lo que había venido a decir. No es buena señal que los médicos traigan noticias que solo pueden escuchar los familiares. Entré un rato en la habitación, pero me resultó imposible mirarla a ella. Lo único que podía ver eran los tubos, las sábanas blancas de hospital y la luz helada del fluorescente.
Me acurruqué en un sofá y traté de dormirme. Me puse a pensar en el examen, en que aquel sofá me estaba arrugando la ropa y en el latazo que es velar a los enfermos. Cuando me di cuenta, me avergoncé y decidí intentar pensar en la señora Edda, en su cara y en lo mucho que la iba a echar de menos. Pero no pude, ¡qué cosas! Me dormí dándole vueltas al problema tres.
Ya había amanecido cuando la señora Edda me llamó. Me acerqué a la cama, porque su voz sonaba muy bajita.
-¿Sabes una cosa, querida? –me dijo-. Después de tantos años deseando ser Geena Hayworth me he dado cuenta de algo.
-¿De qué, señora Edda?
-¿De qué va a ser, querida mía? De que es imposible. Geena no existe, sólo es una fantasía. Alguien se la inventó, la fabricó, como si fuera una pieza de coche, y luego nos la vendió al precio de una entrada de cine. Ninguna mujer será jamás cómo ella, porque ella no era una mujer, sino un sueño. Pero, ¿sabes una cosa?
Me encogí de hombros. Ella se apoyó sobre los codos, para erguir un poco la cabeza. Parpadeó despacio, giró la cara para mostrarme su perfil y dijo:
-Ha sido muy divertido intentarlo.
Luego salí al pasillo, llamé a una enfermera y me quedé allí, preguntándome cuánto tiempo llevaría la señora Edda planeando el breve monólogo que acababa de recitarme. Quizá se le ocurrió mucho antes de conocerme. A lo mejor yo era el público que estaba esperando para sus últimas palabras.
Por el pasillo llegó un hombre, avanzando a pasos cortos y lentos, con un ramo de flores en la mano. Lo reconocí al instante, por su bigote curvado. Era el dueño de aquella cafetería del centro. Se sentó a mi lado y dijo:
-Se ha muerto, ¿no?
-Sí.
-Siempre dijo que moriría en una isla de los mares del Sur -murmuró.
Yo asentí, él asintió también y nos quedamos un rato mirando a la pared.
-¿Te dijo ella quién era? –preguntó por fin.
-No –contesté-, pero yo lo sabía.
El hombre me miró extrañado.
-Hace ya muchos años que empezó a preferir su verdadero nombre. ¿Cómo te enteraste?
-Tenía admiradores que aún le enviaban cartas de vez en cuando –repuse-. El cartero se las pasaba por debajo de la puerta, pero no era muy cuidadoso. A veces se quedaba medio sobre fuera, y la dirección con el nombre se podía leer desde el rellano.
Volvimos al silencio durante unos minutos. Luego él separó una flor del ramo, me la dio y se puso de pie.
-Creo que pasaré un rato a despedirme –declaró, y entró en la habitación.
Bajé las escaleras para irme a casa. En la puerta del hospital había unos cuantos periodistas, y una cámara de televisión.
-¿Es usted la chica que estaba con Geena Hayworth? –me preguntó uno de ellos.
-Sí, soy yo –respondí. Enseguida se me acercaron un montón de micrófonos de colores.
-¿Por qué cree usted que se escondía? –preguntó una voz.
-No se escondía –contesté yo-. Vivía al lado de mi casa.
Los periodistas empezaron a hacerme preguntas a toda velocidad, pisándose unos a otros:
-¿Estaba sola?
-¿Piensa cobrar usted su herencia?
-¿Es cierto que tenía problemas con la bebida?
Aparté los micrófonos sin contestar a nada y seguí bajando las escaleras. No me siguieron. Cuando bajaba el último peldaño, uno de ellos preguntó:
-¿Cómo fue su muerte?
Me detuve y volví la cabeza.
-Pues fue…
Durante un instante me quedé callada, sin saber que responder.
-Muy elegante -concluí.

(Porcentaje de realidad: 100%)

miércoles, marzo 09, 2005

Verde

Mi amigo J siempre quiso ser un orco. Había leído docenas de veces “El Señor de los Anillos”, y había visto las películas otras tantas. Hablaba del mithril y de las runas élficas como quien comenta el último Madrid-Barça. Conocía el nombre de todas las armas antiguas, y el manejo de muchas. En la residencia de estudiantes, pasaba todo su tiempo libre dibujando retratos terroríficos de orcos verdes. Y, cuando regresaba al pueblo los fines de semana, practicaba a escondidas sus movimientos de esgrima medieval en un pequeño cobertizo, utilizando una réplica de la espada de Conan que le habían regalado por su cumpleaños (ejercicios que, accidentalmente, le costaron la cabeza a alguna que otra gallina imprudente).

Fue entonces cuando aparecieron los videojuegos de rol por Internet. En aquella época, J y yo solíamos jugar durante horas en aquellos mundos virtuales. Yo era un gran mago humano y él, cómo no, era un poderoso guerrero orco. Visitábamos países extraños, matábamos dragones, conquistábamos ciudades… Lo pasábamos en grande. Pero con el tiempo, las cosas empezaron a cambiar. Cada vez me resultaba más difícil encontrarme con J en persona. Sus compañeros de piso me contaban que se pasaba el día entero encerrado en su habitación. A veces transcurrían semanas sin que nadie le viera. Nuestra relación se redujo, poco a poco, a la de nuestros personajes en el ordenador.

Pronto su personaje se hizo mucho más poderoso que el mío. Durante un tiempo, seguimos compartiendo aventuras, aunque estaba claro que yo representaba un lastre para él. Al poco, yo mismo le sugerí que buscara compañeros de batalla a su nivel, más estimulantes. Dejamos nuestra cyber-sociedad con una reverencia de nuestros muñecos y un amistoso “ya nos veremos por aquí”. Lo cierto es que no volvimos a encontrarnos. A veces oía a otros jugadores hablar de un orco gigantesco, que había derrotado a todos sus oponentes y que deambulaba en las profundidades deshabitadas del cyber-mundo.

Llegaron las vacaciones de verano, y supuse que mi amigo J se iría a pasarlas a su pueblo. Cuando comenzó el curso siguiente, él no apareció. Decidí visitarle en persona. Fui a la residencia, pero sus compañeros me dijeron que no le habían visto desde hacía mucho tiempo. Había desaparecido, sin más. Llamé a su pueblo y su madre, entre lágrimas, me contó más o menos lo mismo. Nadie había sabido nada de él desde hacía meses. Resultó un golpe tremendo, y estuve muy preocupado durante semanas.

El otro día volví a conectarme al juego. Recorrí con mi personaje los caminos de siempre, para recordar los viejos tiempos. Hacía tanto desde la última vez que había jugado, que me desorienté y me perdí. Mi muñeco vagó durante una hora por un oscuro bosque que no había visto jamás. Estaba apunto de apagar el ordenador cuando algo me sobresaltó. Entre los árboles apareció una figura enorme, de un color verde tan oscuro que casi parecía negro. Me agazapé, intentando que no me viera, pero la criatura giró hacia mí su pesada cabeza y me clavó sus brillantes pupilas rojas.

Estaba aterrorizado y me quedé quieto, esperando mi ejecución, pero el monstruo no me atacó. En lugar de eso, sonrió y dijo:

-Ya soy un orco.

Antes de que pudiera a contestarle, su oscura silueta ya había desaparecido en la espesura.

(Porcentaje de realidad: 30%)

viernes, marzo 04, 2005

11 céntimos por palabra

¡He ganado el concurso de relatos sobre la mujer! Perdonad por el título de este post, ya sé que parece materialista, pero yo encuentro muy poético el comercio de palabras por dinero. Cincuenta mil pelas, una medallita, una plaquita, me publican y una palmadita del señor alcalde.

(Tenía que haberme presentado al concurso de Drak Queens... ¡¡¡En ese daban 6000 lerus!!!)

(Porcentaje de realidad: 100%)

jueves, marzo 03, 2005

Venecia

¿Alguna vez has construído una máscara veneciana, usando tu propia cara como molde? Prúebalo, te harás una idea de lo que se siente al ser enterrado vivo. Y el resultado es un retrato perfecto de ti mismo, aunque frío, rígido y muy blanco. Algo así como un recorte de tu cadáver.



(Porcentaje de realidad: 80%)

miércoles, marzo 02, 2005

Insert coin

Siempre me han gustado los videojuegos. Me atraen como la mismísima gravedad, desde que era muy pequeño (aunque últimamente apenas tengo tiempo para ellos).

Mi padre odia todo aquello que huela a diversión electrónica pero, por suerte, le encantan el resto de las aplicaciones de la informática. Compró un maravilloso msx cuando los ordenadores aún eran un lujo caprichoso para fanáticos. Y poco después, en la Navidad del 86, los Reyes Magos se portaron como tales y −desoyendo los consejos de mi padre− trajeron un lote de diez videojuegos. Recuerdo el efecto hipnótico que me produjeron aquellas primeras imágenes en fósforo verde, y lo eternos que se hacían los minutos mientras se cargaban los programas desde un casete. Los personajes eran monigotes de cuatro píxeles, y los escenarios estaban construidos con unos pocos dibujitos elementales, repetidos hasta la saciedad, pero a nadie parecía importarle. Yo me creía aquellos mundos como si existieran de verdad. Es poco probable que ningún juego moderno, por muy realistas que sean los gráficos, sea capaz de engañarme más que los rectángulos saltarines de los ochenta. Sí, vale, es verdad, entonces tenía seis años… Pero no se trata solo de eso. Los juegos viejos eran como los libros: tenías que ponerlo casi todo por ti mismo. Tampoco los libros tienen muy buenos gráficos y, sin embargo, pueden ser mucho más creíbles que una película.

Cuando me mudé al pueblo en el que vivo ahora, encontré que había dos salones recreativos. Comparadas con las primitivas imágenes de mi pequeño ordenador, aquellos gráficos parecían la realidad misma. Me quedé deslumbrado. Aunque nunca metía una sola moneda −porque mi padre me había convencido de que aquello significaría mi perdición−, me pasaba horas merodeando entre las máquinas, mirando por encima del hombro de siniestros adolescentes, observando como aquellas diminutas y brillantes criaturas nacían y morían en la pantalla.

Por entonces, soñaba con programar mi propio videojuego. En muchos de los primeros juegos del msx el código era accesible, y mi hermano y yo nos divertíamos modificándolos. Cambiando el dibujo de un coche por el de un monigote con una pelota, el juego de rally se convertía en uno de fútbol. Supongo que fue allí donde le cogí cariño a la programación. Intenté hacer mi primer videojuego completo cuando tenía 10 años pero jamás conseguí que el muñeco y los malos se movieran a la vez: o se movía uno o se movían los otros. Yo quería hacer un juego de kárate, pero me salió algo parecido al esconderite inglés. He programado varios juegos, relativamente sofisticados, a lo largo de mi vida, pero sigo con la espina clavada de aquel primero. Perdí el programa sin conseguir que funcionara. En fin, ¡qué le vamos a hacer! Un pequeño trauma más para la colección.

Mi padre sigue pensando que los videojuegos son una pérdida de tiempo y, sobre todo, una fuente inagotable de violencia. No he sido capaz de convencerle de que pueden ser una forma de arte más, tan válida como las otras. Él dice que no puede verlos como tal mientras sigan siendo tan sangrientos.

Yo no acabo de creerme que los videojuegos inciten a la violencia (aunque, quizá sí, inciten al suspenso). Según mi experiencia, las personas más aficionadas a los videojuegos suelen ser también las más pacíficas y caseras (freakys, para entendernos). ¿Quién sabe? Tal vez mi padre lleve algo de razón: no parece muy sano que los niños disfruten atropellando viejas y disparando a la gente en la cabeza.

El otro día, mi hermano pequeño y yo nos compramos un juego nuevo, estúpidamente caro, que se llama “World of Warcraft”. Pertenece a una nueva generación de videojuegos, los llamados “masivos”, en los que miles de personas interactúan en un mundo virtual, a través de Internet. Gráficos 3D, efectos de luces, simulación de fenómenos meteorológicos… Es cierto, no soy tan purista como creía, me pierde lo nuevo. Pero hay algo que, gracias a Dios, no ha cambiado: después de casi un cuarto de siglo, todavía me engañan con un juguete.

(Porcentaje de realidad: 100%)