lunes, mayo 23, 2005

La señora Colombo

Conocí a la señora Colombo hace nueve años, durante uno de mis contratos de verano en un lujoso hotel junto a la playa. Lo recuerdo perfectamente, porque aquel fue el famoso verano del asesinato. Seguro que muchos de ustedes lo escucharon en las noticias. Una mañana, a finales de Julio, apareció un hombre sentado tranquilamente en una de las butacas del hall, con un periódico entre las manos. Tenía un largo bigote, un monóculo y un agujero en la cabeza del tamaño de una bola de billar.

El caso es que conocí a la señora Colombo aquel mismo verano. Me pareció una mujer simpática y amable, tanto en las palabras como en las propinas, y muy inteligente también. Solía venir con su marido a primera hora de la mañana, para tomar un zumo tropical. El señor Colombo era muy inquieto, así que rara vez aguantaba allí más de diez minutos. Me saludaba con su voz carraspeante, y desaparecía del hotel hasta la hora de comer. En cambio, la señora Colombo prefería gastar las mañanas tostándose al sol en la piscina, con sus enormes gafas oscuras y un pañuelo enrollado en la cabeza. Cada poco tiempo, se acercaba a la barra y charlábamos un rato.

Hay un tema de conversación que siempre me ha producido buenas propinas: la playa en invierno. Solía utilizarlo con la señora Colombo, y ella me escuchaba encantada. Aún lo utilizo todos los veranos, con los nuevos clientes. Les describo lo oscuras y tenebrosas que parecen las olas en febrero, les hablo del viento zarandeando las palmeras, de la lluvia helada empapando la arena vacía. Les cautiva esa imagen. Supongo que reúne los ingredientes para ser cautivadora: es cierta pero resulta increíble. ¿Cómo va a estar fría la arena que parece hervir ante sus ojos? ¿Es posible que desaparezca el olor de los bronceadores y las sardinas, y solo quede el aroma del salitre? Todos mis clientes me prometen regresar en invierno para comprobarlo con sus propios ojos pero, hasta que llegó la señora Colombo, ninguno lo había cumplido.

Así es, la señora Colombo volvió en Navidad. Curiosamente, yo había conseguido trabajo en una cafetería, y ella entró a tomar un expreso. Le pregunté si ya había visto la playa, y me contestó que aún no, aunque lo estaba deseando. Después, me pidió un azucarillo y me dijo:

-¿Recuerdas el homicidio en el hotel? La asesina fue el ama de llaves. Le mató en el vestíbulo con un candelabro, y luego trasladó su cuerpo hasta el sofá.

Me quedé con la boca abierta.

-Pensaba que era su marido el que se dedicaba a resolver asesinatos.

La señora Colombo dejó escapar una sonrisa fanfarrona.

-En realidad, él solo se encarga de lavar y planchar la ropa –contestó.

(Porcentaje de realidad: 19%)

jueves, mayo 19, 2005

El tigre

Hoy, caminando por el Bulevar Louis Pasteur, he visto un cartel que anunciaba “el Gran Circo Mundial”. El papel estaba viejo y medio despegado, así que supongo que el circo andará ya por Rusia, o por China, o por Australia. Tenía dibujados tres o cuatro trapecistas diminutos, dos magos, un forzudo y la cara de ese payaso que sale en todos los carteles de circo (aunque yo jamás le he visto en ningún circo).

Pero sin duda, el protagonista del cartel era un gran tigre. Su enorme retrato, tristón y moteado, ocupaba el centro de la imagen. “¡El gran tigre Shadow!” rezaba al pie y, un poco más abajo, añadía:

“¡Posee la fuerza de un León!”

Pobre tigre Shadow… ¿Qué hay de malo en poseer la fuerza de un tigre?

No sé por qué insistimos tanto en adornar las cosas que no lo necesitan. En realidad, el Bulevar Luis Pasteur es una simple calle, y no creo que el gran Circo Mundial haya ido nunca más allá de Sierra Morena.

Tampoco puedo acusar a nadie, pues me considero a mi mismo el caso más dramático de esta patología: si veo diez, cuento veinte; digo “nunca” cuando debería decir “rara vez”; si estoy cansado, es el día más cansado de mi vida, y si tengo hambre, me muero de hambre. En lugar de decir algo, lo prometo. Y en mi caligrafía, las eles tienen la altura de cinco aes.

Voy a intentar curarme: nunca volveré a exagerar. Se lo debo al tigre.

(Porcentaje de realidad: 98%)

miércoles, mayo 11, 2005

Constantes

Algunas cosas nunca fueron mejores, y nunca lo serán. Tampoco fueron peores. No hay nada de malo en ello, aunque me cueste tanto aceptarlo. No todo tiene por qué ser variable. En realidad, las constantes son la parte más sencilla en todas las ecuaciones.

Supongo que el verdadero problema consiste en qué nadie sabe cuales son las constantes de su vida. Es fácil sentarse en el velatorio de alguien y decir: “Qué lástima, nunca aprendió el inglés, con la ilusión que le hacía”. Pero lo realmente interesante habría sido acercarse un día a su colegio, allá por los años 50, buscarlo entre la chiquillería, sentarle en un taburete y decirle:

-Muy buenas tardes, José Luis. Cumplió usted doce años el mes pasado, ¿no es cierto? Le hemos llamado porque acabamos de echar un vistazo al día de su defunción y hemos comprobado que morirá usted sin saber inglés.

Tiempo, dinero, esfuerzo y frustración… sobre todo frustración. El ahorro sería incalculable. El “no inglés” se mostraría tal como es: una constante en la vida de José Luis, una variable menos en el intrincado sistema de ecuaciones que significa su vida. Y no hay nada de malo en ello.

Ojalá se me acercara alguien esta tarde y me dijera:

-Alberto campeón, hemos estudiado tu vida hasta el final y en ningún instante hemos visto que tuvieras abdominales. Eres un tipo “no abdominales”, y pensamos que es mejor que lo sepas ahora. Así que deja de doblarte como una lombriz en el gimnasio. Cuando vayas a la playa, quítate la camiseta desde mayo, porque no conseguirás los abdominales para julio. Y sobre todo, criatura, no te compres pantalones que te aprieten.

(Porcentaje de realidad: 50%)

lunes, mayo 09, 2005

Cuento infantil

El otro día, jugando al voley en la playa con tres de mis amigos, me surgió una duda terrible, que me ha obligado a plantearme el futuro del ser humano como especie.

Llevábamos apenas unos minutos jugando cuando se acercaron dos críos de diez u once años. Nos preguntaron si podían jugar y, como a P se le pusieron ojillos de madraza, no hubo más remedio que dejarles. Uno de ellos era flaco, enjuto, ceñudo como Popeye. Llevaba unos calcetines azules, sin zapatos, y los arrastraba por la arena encantado. Sufría tal hiperactividad que llegaba a confundirse con un parkinson galopante y sus frases, cortas y bruscas, sonaban malintencionadas dijera lo que dijese. El otro −su esbirro− era gordito, risueño, de un gamberrismo formal, obediente a las órdenes de su amigo.

Les habíamos prometido dos partidos y, después del tercero, decidimos echarlos. De pronto nos habían entrado ganas de pasar un rato sin que uno de los jugadores se revolcara por el suelo, escupiera, lanzase arena a los ojos, diera patadas, ser restregara el balón por sus partes e insultara a diestro y siniestro.

Aquí es donde surgió la bestia. ¿Cómo puede alguien de diez años conocer con tanto detalle las sofisticadas técnicas de la mafia o la camorra? ¿Son ahora el chantaje y la extorsión asignaturas obligatorias en tercero de primaria?

−¿Por qué no puedo jugar?
−Porque vamos a entrenar un rato nosotros solos.
−¿Los palos son tuyos?
−No, pero la red sí.
−¿La playa es tuya?
−Llegamos nosotros primero.
−La playa es de todos, si quieres que te deje jugar tendrás que pagarme mi parte.
−Ya habéis jugado un rato, dejadnos tranquilos.
−¿Por qué no puedo jugar?
−Ya te lo hemos dicho, porque vamos a jugar nosotros.
−¿Los palos son tuyos?


Después de repetir el bucle cuatro o cinco veces decidimos ignorarlos, así que cambiaron la estrategia. Los niños malditos −que no es lo mismo que “los malditos niños”, igual que no sería lo mismo “Indiana Jones en el maldito templo”− se sentaron junto al campo, tranquilamente, y empezaron a repetir con voz sosegada:

−Yo sé donde vives. Ten cuidado porque sé donde vives. Y sé cual es tu coche. Te voy a quemar el coche, y te voy a quemar la red. Será mejor que no volváis por aquí, porque sé cual es vuestro coche, y os voy a prender fuego…

En fin, supongo que os hacéis una idea… Diez años… ¡La inocencia de los niños es tan conmovedora! ¿Qué hacer con ellos? ¿Estrangularlos? ¿Amordazarlos y tirarlos al mar? Al final, desistimos de las soluciones más tentadoras y nos conformamos con no hacerles caso, hasta que decidieron marcharse vencidos por la única autoridad a la que aún están sometidos: el aburrimiento.

Media hora después llegó una nueva pareja de críos, esta vez un niño y una niña, más o menos de la misma edad que los anteriores. Nos pidieron jugar y nosotros, que tenemos más mejillas para ofrecer que ganas de escarmentar, les dijimos que sí.

¿De dónde habrían salido estos niños? El chaval, que se lanzaba a por los balones como si le fuera la vida en cada punto, pedía perdón cada vez que fallaba y no decía ningún taco más fuerte que “jolines”. Llevaba cinco años estudiando violín y nos pedía consejo siempre que le tocaba sacar.

Cuando salvó uno de los puntos más difíciles, mi amigo D le felicitó diciendo:

−Si no fuera por vosotros…

−Si no fuera por nosotros no tendríais que estar jugando con niños −contestó el chaval, y a mi me entraron ganas de empezar a tratarle de usted.

En cuanto a la niña, una especie de Marisol con rizos que te cogía la mano en cuanto te descuidabas, estudiaba danza desde hacía ocho años (más o menos desde la edad a la que yo empecé a caminar). Cada cuarto de hora, iba a echar un vistazo a sus padres, “por si estaban preocupados” y, cuando se marcharon, se despidió diciendo: “Ha sido un placer jugar con vosotros, muchas gracias por todo”.

Bien, amigos míos, estos fueron los hechos. Y la pregunta existencial que me llevo haciendo desde entonces es:

¿Qué fue de los niños normales?

(Porcentaje de realidad: 95%)

miércoles, mayo 04, 2005

Disculpa

¡Ay, qué vergüenza! Ya son más de 20 días de abandono... Pobre blog, no sería el primer amigo que pierdo por esta causa. Llevo un buen rato buscando una excusa convincente -o al menos una que me convenza a mí-, pero no encuentro ninguna. Me quedé en domingo permanente, como dijo el guisante. Habría avisado de que no iba a escribir si lo hubiera sabido.

Estoy leyendo una novela muy bonita, de ciencia ficción. Trata sobre una anciana que vive en una colonia industrial, establecida en un planeta lejano. La explotación resulta no ser rentable, y todos los colonos emigran a otro mundo. Pero la anciana, buscando la libertad de la que no ha podido disfrutar en toda su vida, decide quedarse en el pueblo, completamente sola, durante los años que le queden. Ya no es un ama de casa, ni una empleada, ni una madre, ni siquiera una vieja. Es un ser único, independiente y -sobre todo- libre.

A veces la anciana se sienta frente al cuaderno de bitácora de la colonia, ahora abandonado, y lo reescribe según sus propios criterios. No lo hace muy a menudo, porque escribir le cuesta horrores. No soporta ser incapaz de escribir lo que piensa.

“Pensó en escribir en el archivo sus impresiones sobre la tormenta, pero no quería pugnar con las palabras”.

Me encantó esta frase. Más allá de las sobreexplotadas connotaciones de la palabra “palabra”, me pareció que describía una de mis sensaciones habituales con maravillosa concisión. Pugnar con las palabras, pelear con las palabras… Las palabras como una herramienta enemigo, atrayendo y repeliendo con idéntica fuerza. Armas de doble filo, medallas que atraviesan la piel con su imperdible…

No escribí antes porque estaba pugnando con las palabras.

(Porcentaje de realidad: 80%)